Luara

Luara

- No te vayas todavía - dijo Laconish, mientras contemplaba como su esposa se vestía. Nunca se cansaba de mirarla.

La luz de las antorchas del exterior, apenas lograba ser contenida por las contra ventanas. Esto, junto a los cientos de pequeños haces que se filtraba por las múltiples grietas que recorrían las paredes, iluminaba fragmentos de la esbelta figura de Luara, mientras esta dejaba caer el tabardo sobre su cuerpo, ocultando bajo él las cicatrices que recorrían su espalda.

- Debo partir ya - le respondió Luara - Apenas queda tiempo para que comience mi turno en las murallas.
- La ciudad no caerá porque te retrases - se burló Laconish.
- Bastante me hacían la vida imposible antes de la matanza, por el simple hecho de ser mujer, como para darles razones adicionales - se defendió Luara - Además ... Sabes que tampoco podría descansar.
- Lo se, lo se - se disculpó Laconish, mientras se acercaba a su esposa - Pero no puedo evitar pensar lo peor.
- ¿Han vuelto los sueños? - preguntó Luara sin poder evitar que la preocupación asomara a su rostro.
- Nunca me abandonan - le respondió Laconish mientras la abrazaba y besaba con delicadeza su frente - Pero ve, yo también tengo mucho que hacer. Quizás esta noche descubra algo en los libros.

Luara terminó de apretar las ultimas correas de su armadura, y se dirigió hacia su puesto de guardia. La temperatura en la calle era gélida y, pese a la gruesa capa y el acolchado bajo su armadura, el frío lograba colarse hasta sus mismos huesos.
Las calles por las que pasaba se encontraban desiertas de gente y abarrotadas por la suciedad y el hedor que de esta se desprendía. Del interior de las casas no surgían luz o sonido alguno. La proximidad de la batalla parecía haber acabado con la vida en la ciudad antes siquiera de que hubiese comenzado la lucha. El miedo y el cansancio eran patentes en los demacrados rostros de sus compañeros.
En el firmamento, las estrellas se apagaban una detrás de otra, dando alas con ello a los agoreros que predicaban sobre el vinculo que unía estas a la vida humana, aquellos que afirmaban que cada vez que una estrella moría, a esta le seguía el hombre o mujer al que estaba ligado. Incluso los había que afirmaban haber llegado a contemplar a la misma tejedora, cortando los finos hilos que unían a ambos.
Pero Luara no oteaba las alturas para ver como las estrellas desaparecían, sino buscando al enemigo. Escudriñaba los cielos con inquietud a la espera del ataque.
Dos días atrás, una de aquellas criaturas había descendido del firmamento segando con su sola presencia la vida de aquellos que la acompañaban. Solo ella había quedado con vida, y eso la había marcado antes sus compañeros como alguien maldito.
No sabía porque solo ella había quedado viva, pero aquella escena se repetía todas las noches en sus sueños, despertándola al contemplar de nuevo los ojos inhumanos de aquel ser informe.

Al igual que a lo largo de las ultimas noches, Luara estaba sola en su puesto. Los milicianos que habían asignado para suplir a los compañeros que había perdido, se encontraban en el extremo opuesto al suyo, pero la distancia que los separaba, no era suficiente como para evitar que los cuchicheos llegasen hasta sus oídos sin dificultad.

Pero aquello no le importaba, ya que, llegado el momento, sabía que tampoco podría contar con ellos. Al menos de aquella manera sabía a que atenerse, sabía que no podía confiar en ninguno de ellos.

- Tienen miedo - dijo una voz desconocida.
- Tampoco les culpo - respondió Luara, mientras se volvía hacia el recién llegado.
- ¿Os molestaría si me siento junto a vos? - preguntó el extraño.
- La compañía será bienvenida - respondió.

El extraño se sentó sobre su capa, y apoyó su espada contra la muralla con gesto de cansancio. A pesar de que parecía alguien curtido, no portaba armadura alguna, o símbolos que lo pudiesen identificar como soldado, o miembro de algún otro gremio militar. Su expresión era gentil a la vez que triste, y su compañía hizo que Luara se sintiera extrañamente mas tranquila.

- No sois de la ciudad - dijo Luara mientras escudriñaba a aquel hombre buscando algún indicio de su procedencia.
- Así es - respondió el extraño - Podría decir que no pertenezco a ningún lugar en concreto.
- ¿Os habéis unido a la milicia?
- No.
- Entonces a que habéis venido. Este no es un buen momento ni lugar para estar ahora mismo.
- Estoy aquí y ahora, porque son el lugar y el momento en los que debo estar.
- ¿Si os pregunto vuestro nombre, seréis tan esquivo?.
- No pretendía ser descortés - se disculpó el extraño - Mi nombre es Dayon.
- Curioso nombre - dijo Luara - No me extraña que os cueste decirlo ¿No habéis pensado en cambiarlo?.
- Veo que sois una persona con conocimientos de historia antigua. Y vos debéis ser Luara “la maldita”.
- Vaya - se sorprendió Luara - Al parecer mi reputación me precede. Si estáis aquí sabiendo quien soy, asumiré que no sois un hombre supersticioso.
- Se podría decir que siento una cierta afinidad por los llamados “malditos”.
- ¿Acaso lo estáis vos?. - preguntó Luara con una sonrisa socarrona en sus labios.
- También sois una mujer directa - le respondió Dayon - Ciertamente sois una persona atípica.
- No me habéis respondido - le inquirió de nuevo Luara.
- Lo sé - respondió Dayon, mirándola fijamente a los ojos - Soy tan consciente de ello, como de que ya conocéis cual es la respuesta.

Los ojos de aquel hombre dejaban traslucir lo que sus palabras solo sugerían. Había en ellos algo intemporal, muestras de los lugares en los que había estado, así como del inmenso poder oculto y encerrado en su interior.
Por unos segundos, Luara se sintió flotando en los abismos insondables de dimensiones lejanas. En su mente se arremolinaron los extraños paisajes que habían contemplado los ojos de Dayon a lo largo de su vagar durante incontables siglos.

- ¿Que haces aquí? - preguntó Luara aún aturdida por la experiencia, mientras echaba mano al pomo de su espada - ¿Porque has venido?, portador de catástrofes.
- ¿Porque haces preguntas cuyas respuestas ya conoces?.
- ¿Que te ha hecho esta ciudad?, ¿que te hemos hecho nosotros, para que hayas traído la destrucción hasta aquí?.
- Al parecer tus conocimientos no son tan completos como creía.
- Explícate.
- Yo no acarreo desgracias - comenzó a decir Dayon, mientras su expresión se hacía mas triste y sombría - sino que estoy allí donde estas se producen para tratar de evitarlas. Mi maldición es el conocimiento y la imposibilidad de cambiar nada.
- ¿Quiere eso decir que estamos condenados? - preguntó Luara invadida por la indignación - ¿que no importa que presentemos o no batalla?. Me niego a creer tal cosa.
- No me pidas que te hable de tu futuro - le advirtió Dayon - Pues ese es el mas terrible de los conocimientos. Aquel que conoce lo que acaecerá, esta ligado por ello. Obligado a tratar de evitarlo, y en su intento, condenado a ser el causante.
- ¿Pretendes decirme que antes de actuar, sabes que fracasaras?
- Así es.
- Entonces, ¿porque intervienes?.
- Porque tengo grandes errores que expiar. Porque la alternativa es aún peor. Porque veo a cientos, a miles morir ante mis ojos y se que soy el causante de tanto dolor, pero también se que, de no estar ahí, muchos mas perecerían.

La expresión en el rostro de Dayon le decía a Luara que aquellas palabras eran ciertas. Aquel ser había vivido y padecido sufrimientos mas allá de lo que ella fuera capaz de imaginar. La desconfianza dio paso a la compasión, y el miedo a una extraña admiración. No se sentía capaz de odiar a alguien que había vivido tantas penurias, cualesquiera que fuesen los crímenes que hubiese cometido en el pasado.
El hombre sentado delante de ella, en nada se parecía a la criatura que mentaban los textos que le había narrado Laconish. Ante ella solo había un hombre con una pesada carga sobre sus hombros. Un hombre agotado por una lucha de la cual sabía que jamas saldría victorioso.

Los minutos transcurrían con una lentitud agobiante, mientras el silencio inundaba aquel lugar. Incluso los cuchicheos de los demás guardias parecían haber cesado.
La tristeza de Dayon parecía impregnar también a Luara. Apenas acababa de conocer a aquel hombre, pero sentía un extraño vinculo hacia él. Como si algo en su interior le dijera que ya se conocían, por mas que su mente le confirmara que tal cosa no era cierta.

- Yo digo que tu destino cambiará hoy - sentenció Luara - No esta en mi animo el morir en la batalla que llegará.
- Dices bien - le replicó Dayon - Y actúas como debe ser. Mas en multitud de ocasiones he escuchado esas mismas palabras, y otras tantas veces han sido las ultimas pronunciadas por esas personas.
- ¿A que has venido? - le preguntó Luara, buscando una reacción - ¿A ver como morimos, o a luchar a nuestro lado?.
- No han sido mis pasos los que me han encaminado hasta aquí, pese a que ese ha sido mi deseo a lo largo de gran parte de mi existencia - le respondió Dayon, sin apartar su mirada fija del suelo - El destino me ha traído aquí, tras una larga búsqueda. Me ha traído hasta vosotros, cuando ya no me queda esperanza. Me ha traído aquí para que, de nuevo, me reuniese con aquellos a los que arrastre en mi caída, y que condenaron sus almas por mí. Me ha traído para veros morir una vez mas.
- Si no te quedase esperanza - le replicó furiosa Luara - No habrías venido. Si no te quedase esperanza, habrías dejado de luchar, dejado de intentar cambiar tu sino. No te conozco, Dayon “Asesino de hermanos”, pero tus ojos me han dicho que tus palabras mienten.

Por alguna misteriosa razón, sentía la necesidad de consolarle, de protegerle como si de un hijo se tratase. Sabía que aquel ser, pese a su apariencia, ni siquiera era humano. Las historias lo describían como diezmador de ejércitos y azote de todo lo vivo pero, a pesar de ello no podía evitar la necesidad de hacer que aquel ser recuperase el espíritu que había atisbado en su mirada.

- Veo que cien vidas no te han cambiado - dijo Dayon - Siempre Luara la animosa, Luara la indómita.
- Vuelves a hablar con enigmas - dijo Luara - Dices que nos conocemos, pero tal cosa no es cierta.
- Si que te conozco, y para mi desgracia, he contemplado tu muerte mas de una vez.
- Por momentos pareces un hombre cuerdo, solo para, al instante siguiente pasar a decir sin sentidos.
- Pese a tu reticencia a creer en mis palabras - dijo Dayon - En tu interior sabes que estas son ciertas. Pero igual que esperaba tu incredulidad, estoy convencido de que Laconish se mostrará mas receptivo. Él siempre ha sido mas proclive a aceptar mis palabras, mientras que tu tiendes a dudar de ellas. Pero esto ha sido algo ya marcado desde vuestras primeras encarnaciones.
- ¿Como sabes de Laconish? - reaccionó Luara, entre asustada y furiosa - No lo involucres en esto. El no es un soldado, si hay una batalla y algo me pasara, él me prometió que huiría de la ciudad.
- ¿Acaso lo harías tu? - preguntó Dayon, con una mueca sarcástica.

- El así lo prometió, y así ha de cumplirlo - dijo Luara, mas para si misma que para su interlocutor.
- Sabes que él no huirá.
- De tus labios solo surgen acertijos y amenazas veladas. ¿Que te he hecho para que me tortures de esta manera?, ¿Que mal te hice en otra vida?.
- No deseo tu dolor. No os deseo mal alguno - en aquel momento, Dayon esquivó la mirada de Luara, dando con esto motivos para que sospechase que trataba de ocultarle algo. Algo que sentía que debía saber a toda costa.
- Me dices que no pregunte por mi destino, pero me amenazas con la posibilidad de perder lo que mas quiero. ¿Como quieres que no reaccione?
- No os amenazo. Ni a ti, ni a tu marido. Me limito a decir algo que tú bien sabes.
- Aunque no quiera, le obligaran a huir. Ese es el modo de actuación para con los funcionarios de la corte. Si la ciudad cae, ellos son quienes deben mantener viva su historia.
- El no huirá. No sabiendo de tu estado.
- ¿Y que estado es ese?
- Así que no te lo ha dicho.
- Por todos los dioses - estalló furiosa Luara - Habla de una vez, o vete ya de aquí. ¿Que es eso que tiene que decirme? ¿Que es eso que tratas tan desesperadamente de ocultarme?.

Dayon pareció dudar por unos momentos. Su mirada continuaba evitando los ojos de Luara que permanecían clavados en su rostro girado. Tras unos tensos segundos de silencio, giró nuevamente su rostro, para encontrar nuevamente los ojos de Luara, y habló:

- No te ha dicho que, en sus sueños, ve como mueres sin llegar a dar a luz al hijo que albergas en tu interior.

El silencio dominó nuevamente el lugar. Un repentino soplo de viento desplazó los cabellos de Luara, haciendo que estos cubriesen parcialmente su rostro, mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo.
Al igual que con todo aquello que le había dicho hasta aquel momento, algo hacía que Luara supiese que las palabras de Dayon eran ciertas. Esta ultima revelación, no era algo que le llegase por sorpresa, aquello era algo que había comenzado a plantearse a lo largo de las ultimas semanas: la posibilidad de encontrarse embarazada. Pero no había hablado de aquellas sospechas con nadie, ni siquiera con Laconish, ya que ni siquiera ella tenía la certeza de que aquellos miedos pudiesen tener fundamento.
Pero aquella confirmación lo cambiaba todo. Los temores que había estado tratando de ignora, ahora se le venían encima. Como si el peso del mundo entero fuese depositado sobre sus hombros, todo su ser trataba de venirse abajo. Pero no iba a dejar que la angustia la dominase. Tenía mucho por lo que luchar, ahora mucho mas que nunca, y no iba a dejar le arrebatasen aquello que tanto le había costado conseguir.
No podía evitar el mirar a aquel hombre que se encontraba ante ella, y hacerse preguntas. Preguntas para las que no sabía si pedir una respuesta.
Sensaciones contradictorias sacudían a Luara. El miedo de que aquello que le había sido dicho fuese cierto, el odio irracional hacia aquel hombre que representaba el fin de todo lo que conocía y amaba, y la extraña afinidad que sentía hacia él, no hacían sino sumirla en un doloroso estado de angustia e incertidumbre.

Ninguno de los dos volvió a hablar, o a cruzar sus miradas durante varias horas. Finalmente, se acercaba el cambio de guardia, y entonces fue Luara quien habló de nuevo.

- ¿Tienes algún lugar en el que descansar hoy? - preguntó, poniendo fin al largo silencio - Aunque supongo, que ya sabrías que esa iba a ser mi pregunta - continuó mostrando una sonrisa forzada, que trataba de ocultar su preocupación - Creo que aún quedan cosas que deberías contarnos.
- Así es - respondió Dayon mientras se levantaba - Tengo mucho de lo que hablar con vosotros. Algo que he retrasado ya durante demasiado tiempo.

Los soldados que llegaron a reemplazar a la guardia de la muralla, miraron con miedo a Luara, y trataron de evitar el mas mínimo contacto con ella. Por el contrario, saludaron a Dayon como a uno mas de ellos, pese a que este no hizo ademán de saludarles, ni les devolvería el gesto mientras se iba. En otra ocasión, Luara los habría fulminado con la mirada a aquellos soldados, pidiéndoles una explicación, que ya conocía a aquellos hombre. Pero su mente estaba perdida en asuntos mas importantes que una falta de cortesía, y continuó descendiendo las escaleras de piedra que daban al patio. Tras el cambio de guardia en la muralla, ambos dos se dirigieron hacia la casa de Luara. Caminaban en silencio, inmersos en sus respectivas preocupaciones aunque, ella miraba furtivamente a Dayon, queriendo, y temiendo que desapareciese.

Finalmente llegaron. La escasa luz que lograba filtrarse desde el interior de la casa, indicaba a Luara que su marido se encontraba en el interior. Tras abrir la puerta, miró hacia su derecha, y allí vio a Laconish, sentado en el taburete, enfrascado en la lectura de aquellos tomos que siempre le acompañaban.
Retirando su mirada de las paginas que le tenían absorto, Laconish miro a su mujer, y en su cansado rostro asomó una sonrisa. Pero al cruzar Dayon el umbral de la puerta, se levantó, y el rostro afable se tornó severo.

- Así que finalmente has venido - afirmó Laconish con voz firme - ¿Será este el día en el que conozca tu nombre?.
- Dayon es mi nombre - sentenció este.
- Entonces, la espera ha terminado - dijo Laconish apesadumbrado - La ciudad caerá, y nosotros pereceremos con ella. Pensé... deseé que quedase mas tiempo. Quedan tantas cosas por hacer.
- Ya es tarde - dijo Dayon, dirigiendo su mirada hacia el suelo - He tardado demasiado en encontraros - parecía un reproche hacia si mismo - El enemigo se encuentra ya a las puertas, no podréis huir.
- Es eso todo lo que tenías que decirnos - intervino Luara furiosa - para...
- Sentaos - ordenó Dayon con voz autoritaria en un repentino arranque de furia, y un oscuro aura de poder pareció surgir de él.
- Esta es nuestra casa, y tu no eres quien para darnos ordenes - le replicó Luara. El miedo la atenazaba ante aquella demostración de poder, pero no iba a permitir que aquel ser los amenazase.
- Lo lamento - se disculpó Dayon - Hay tanto que decir, y queda tan poco tiempo.
- Si conversamos sera como iguales - intervino Laconish, mientras se acercaba a su esposa, y la abrazaba con gesto protector. Sabía que en una confrontación ella se defendería mejor que él, pero no podía evitar el impulso de interponerse entre Luara y el peligro.
- ¿Que es lo que sabéis de vuestros nombres? - preguntó entonces Dayon, mirándolos a ambos.
- Son... nombres - respondió confusa Luara.
- Los nombre son algo mas que eso - comenzó a narrar Dayon - Un nombre es algo mas que una palabra, es lo que nos define sin limitarnos, aquello por lo que seremos recordados, algo que inspirara a los demás, provocará indiferencia o rechazo cuando sea mencionado. Pero no es el nombre el que define a la persona, sino esta la que da sentido al nombre.
Antes de que os fueran otorgados vuestros nombres, otros mucho fueron portadores de esos mismos apelativos, algunos de ellos aún son recordados y, otros muchos se han perdido en el olvido. Los nombres, pese a que no definan a la persona, si que representan la herencia de todos aquellos que con anterioridad fueron llamados igual que uno. Al igual que para todas las cosas, siempre hubo y habrá un primero, y los nombres no son la excepción.

Una vez dicho esto, os diré que yo conocí a aquellos que serían los primeros en portar los nombres de Luara y Laconish. De esta misma manera, os diré que yo los llamé amigos.

Pero así como sus nombres aún continúan siendo utilizados, la historia de aquellos que por primera vez fuesen llamados con tan nobles apelativos, fue olvidada por los libros o los hombres. Marginados de la historia por cometer el crimen de sentir piedad por mí.

Yo soy Dayon, hijo de Dae´on, de la estirpe de Ytahc, y de Vandara, de los primeros nacidos entre los humanos. Mi historia se remonta muy atrás en el tiempo. Tan atrás, que los dioses aún eran conceptos abstractos desconocidos por nosotros, y aquellos que vivimos para poder recordarla, no sabemos ubicarla con exactitud. Tan antigua que precede a lo que los pueblos que habita hoy el mundo denominan como el comienzo de todo.

Los días eran diferentes, el mundo era mas joven, recién nacido, pese a lo cual, ya entonces se cernía sobre él la lejana presencia del enemigo. Pues desde su mismo nacimiento, el pueblo de mi padre había sido concebido para combatirlo. Pero al contrario que ellos, que habían sido creados con un propósito, a vuestro pueblo no le fue dada forma o propósito alguno por ningún poder. Vuestro pueblo apareció, por fruto del puro y simple azar, siendo de esta manera libres de la influencia de un “padre” que diese sentido a vuestra existencia, libres para elegir vuestro propio camino y lugar en el esquema de las cosas.
Cada uno distinto de los demás, no solo en apariencia, sino en esencia. Cuanto os envidiaba mi padre, cuanto os amaba. Pues mientras que su vida estaba encaminada a la lucha contra el enemigo que llegaría, la vuestra estaba encaminada a ser la semilla que se esparciría por el mundo. A vosotros os había sido otorgado el don de crear vida, algo que les había sido negado u obviado a ellos.

Vuestro numero, al contrario que del de los Grudarek, o Dragún Adai (hijos de Adai) como llamaban los hombres al pueblo de mi padre, era escaso, pero crecía día a día. Las alas de los Dargún Adai cubrían los cielos, y las pies de los hombres comenzaban a recorrer la tierra.
Pero vosotros, los padres, los primeros nacidos entre los hombres, no erais como los que ahora pueblan las calles de esta ciudad. Vosotros erais eternos, sois los que disteis origen a las palabras, aquellos de los que reciben su nombre los distintos pueblos que en la actualidad existen.
Vuestro pueblo se hacen llamar los maleri, y para ellos esta es solo una palabra, un sonido carente de significado real. Pero yo conocí a Maleri “el de el porte altivo”, y su compañera Alashi “la del rostro severo”, y veo una pequeña parte de suya en aquellos que, sin saberlo, se proclaman sus descendientes. Aquellos que pueblan las tierras al norte del Malnus, se hacen llamar los shizune, ignorantes del legado que representa ese nombre, o de la mujer que le daría sentido ostentándolo por primera vez. En la lejana Harst, vive un pequeño clan que se hacen llamar los nur, y se que entre ellos pervive el espíritu de su madre, la primera que llevase ese nombre.

Me contaba mi padre que, desde el mismo momento de vuestra aparición, erais una unidad, un solo alma con dos cuerpos.
Mientras los demás buscaban sus iguales entre los primeros nacidos, vosotros conoceríais la plenitud desde el mismo momento de vuestro alumbramiento. El era quietud y reflexión, ella fuego y pasión. Erais tal como sois.

En cierta manera, yo también fui el primero de los mios, el primero de los Yr´draag, pues mi padre sería a su vez el primero de los Dragún Adai en unirse a una humana. De aquella unión, asimismo nacería mi hermana Daegon. Aquella que llegaría a ser mi esposa.

Pese al amor que nos profesaban nuestros padres, Dae´on era el líder de su pueblo, y debía guiarlo en la construcción de las defensas para cuando el enemigo llegase hasta Adai, nuestro hogar. Vandara por su lado, también había contemplado el rostro de la destrucción, y preparaba a los suyos para la confrontación. Ambos estaban con nosotros tanto como podían, pero quienes realmente nos educaría, seríais vosotros.

Daegon tendía a pasar mas tiempo con Laconish, y escuchaba con atención una y otra vez las historias que este gustaba de narrar, historias que surgían de su imaginario, pues la vida tan solo había comenzado, y no habían sucedido aún grandes acontecimientos. Mientras tanto, yo prefería esta con Luara, aprendiendo a combatir, viviendo intensamente cada día hasta acabar exhaustos. Laconish trataría de enseñarme paciencia y relajación, primero con la palabra, y después con la acción.
Mientras Luara me enseñaba la lucha con la espada, o sin armas, Laconish me mostraría la paz del arquero, a contemplar las situaciones en su conjunto, y reflexionar antes de actuar, a dominar mis instintos.

Pero no todo era preparación para el combate, no todo era estudio, también habría momentos de reunión, momentos de simple felicidad. Cada vez que nuestros padres regresaba a la fortaleza de Imshul había una gran celebración, y los rostros de todos vosotros se iluminaban con la música, el baile y la bebida. Pero una vez finalizada la fiesta, tan solo quedabais vosotros, nuestros cuatro padres, sentados alrededor de la mesa dejando que esta vez, fuese el fuego el que iluminase vuestros rostros. Conversando sobre cualquier cosa, desde los temas mas trascendentales, a los mas banales. Hablando y riendo hasta que nos sorprendía la llegada del nuevo amanecer. Aquellos fueron grandes años, momentos que me han acompañado a lo largo de los milenios, haciendo menos pesados los momentos de soledad.

Cuando alcanzamos nuestro primer siglo; la mayoría de edad, llegó el momento de elegir la que sería nuestra forma para el resto de nuestra existencia. Yo elegí esta que tenéis ante vosotros. Elegí ser un hombre, un humano. Alguien fuerte que pudiese proteger a los que amaba de cualquier peligro o daño. Daegon escogió la forma de una mujer, alguien capaz de engendrar vida, alguien que inspirase paz. No volverá a pisar este mundo una criatura como ella, amada por todos, tan llena de vida. En un mundo en el que la palabra amor había sido descubierta, y mantenía todo su significado, ella era la personificación de palabra y concepto.
Que hermosa era. Como, con solo mirarla, hacía que me sintiese afortunado por vivir, por poder compartir mi existencia con ella. Cuanto la echo de menos.

La narración de Dayon, se interrumpió, su voz se había vuelto temblorosa y el apretó los dientes, mientras cerraba con fuerza sus ojos tratando de contener las emociones que pugnaban por salir. Pero aquella era una batalla que jamas había logrado ganar, y se llevó ambas manos al rostro, para que nadie pudiese ver sus lágrimas.
Tras unos momentos de silencio, Dayon descubrió su rostro, y con los ojos aún húmedos, continuó con su historia.

- Pero llegó el día, en el que el enemigo encontró los accesos a nuestro mundo. El día en el que el destructor llegó a Adai.
Estábamos preparados, o eso creíamos.
Kafarnaul había forjado las siete espadas.
Siete llaves para cerrar el camino del destructor.
Armas portadas por siete reyes inmortales.
Los siete reyes dragón.

Las alas de cubrieron el cielo, cambiando el azul y blanco, por negro y verde. Sobre los hombres llovía la sangre de vuestros aliados, mientras combatíais sobre el suelo. La tierra se volvía estéril y se abría cuando caía uno los kurbun, y el mar hervía con su contacto. El equilibrio se había roto, conoceríamos en aquellos días tormentas como jamas había sufrido, y tifones que arrasarían todo a su paso, y el mal pugnaría por dominar en el corazón de todas las criaturas.

Luchamos sin descanso durante un tiempo inmemorial, el cielo cubierto de combatientes, no dejaba pasar la luz del sol. El enemigo tenía todo lo que necesitaba, ya que su sustento eran la muerte y dolor, así no necesitaba mas. Combatimos sin dormir o comer, sin llorar a los caídos, o curar nuestras heridas.
Bajo el mar Matnatur, defendida por Shat´red y su estirpe, permanecía inmaculada, y jamas lograría ser conquistada. En los cielos, los ejércitos dirigidos por Dae´on y Narg´eon contenían con dificultad a sus atacantes. Mas allá de este, en la blanca superficie de Lutnatar los hermanos de Sem´bar y Yur´kahn caían defendiendo su hogar. En el ardiente Sholoj, sus hijos, comandados por Mash´Kar y Noroth´grael defendían de manera encarnizada el brillante astro.
Con el tiempo la lucha se concentraría sobre la superficie de Adai, y allí se unirían las siete huestes en el ultimo combate. Allí caerían los siete reyes, allí caería Dae´on, mi padre, combatiendo contra Shaedon y, de su mano muerta, yo tomaría su espada Sachiel, la que sería conocida como “asesina de hermanos”, para dirigir a los nuestros. Vandara caería poco después, combatiendo al asesino de su esposo.

Todo parecía perdido cuando finalmente llegó hasta nosotros Baal, el destructor. Incluso sus hijos morían ante su mera presencia. Los cielos fueron barridos de toda vida con su sola aparición. Pero el pueblo de mi padre había sido creado para combatirlo, y cumpliendo con esa obligación, se lanzaron en masa contra él, solo aquellos demasiado heridos como para combatir sobrevivirían a aquel día.
Fue en aquel momento, cuando apareció Daegon. Había en ella un brillo como no se había contemplado antes. Como un opuesto al destructor, su presencia aliviaba el dolor, y traía reposo al alma.
Caminando con calma sobre el aire, se acercó hasta la inmensa figura del destructor, haciendo que este se fijase en ella. En su rostro no había reflejado miedo o ira, sino firmeza y determinación en sus dulces facciones.
Aquella criatura no había conocido nada semejante. En los planos que había arrasado, siempre había sido recibido con aquello que esparcía. Las emociones siempre habían sido algo ajeno a él, pues actuaba de aquella manera, pues aquel era su lugar en el esquema de todas las cosas. Quizás fue eso lo que despertó una curiosidad que hasta entonces no había sentido, quizás viese en los ojos de Daegon algo que le faltaba para convertirse en un ser completo, quizás jamas hubiese contemplado une belleza similar. Sea como fuere, el destructor abandonó por un momento su labor, y simplemente contempló a alguien puro, alguien que no le temía ni le odiaba.

Yo lo contemplaba todo desde el suelo sin comprender lo que sucedía. Estaba agotado por años de incesante combate (eso es lo que me digo siempre - pensó Dayon para si mismo), cuando escuché una voz en mi cabeza.

- Mírala - me decía aquella voz - ¿No es hermosa?

Yo no respondí.

- Míralo - continuó la voz - ¿No es él mas poderoso que tú?.
Observa como lo mira. Sabe que él la protegerá mejor que tú.
Observa como la contempla. ¿Como no va a enamorarse de ella?.
¿Vas a dejar que te abandone por los que han asesinado a tu padre?
¿Permitirás que te traicione de esta manera?

Mi cabeza estaba confusa, durante años no había tenido un momento de reposo, un momento para pensar, para estar con ella (trato de excusarme, siempre es así, pero no deja de ser eso, una excusa). En aquel momento, aquello que me decía tenía sentido. No sabía que estaba siendo manipulado por una diosa (eso tampoco me sirve de excusa).
La ira estalló en mi. Asiendo con fuerza la espada de mi padre, surqué los cielos, y con ella atravesé la espalda de Daegon, hiriendo a su vez a su “amante”.
Solo en aquel momento fui consciente de lo que había hecho. Al instante extraje la hoja manchada de sangre, y la arrojé lejos. La sangre no dejaba de manar de su cuerpo, salpicándome. Mi manos - y en aquel momento, Dayon miro sus manos con horror - mis manos estaban cubiertas por su sangre.
La bestia estaba aturdida, no por la herida que le había infligido, sino por ser capaz de sentirla. Otros habían logrado alcanzarla, pero hasta aquel momento, no había sido consciente del dolor, consciente por primera vez de su misma existencia.
Daegon se volvió hacia mi. Su rostro (que hermosa era), no estaba teñido por el dolor o el odio. En él solo había serenidad y paz. Ella sabía lo que yo había hecho, pero con un ultimo beso, me perdonó (algo que yo jamas lograré). Con su ultimo aliento, el aura que la rodeaba se intensificó, hasta cegarnos a todos.
Cuando la visión regresó a nuestros ojos, el cielo volvía a ser azul y blanco. Daegon había expulsado al enemigo, y cerrado las puertas que le daban acceso a nosotros. Pero se había ido, en mis brazos yo sujetaba un cuerpo inerte. Su luz se había apagado (culpable, culpable. Yo soy el causante del dolor del mundo, yo la maté).

- No - dijo Dayon, mientras su rostro se convulsionaba con dolor y furia. Miraba sus manos, con lágrimas contenidas en los ojos, como si entre sus brazos aún sujetase el cuerpo de su esposa.
- No - gritó esta vez, cayendo de rodillas al suelo, mientras abrazaba con fuerza un cuerpo que no estaba ahí. Poco después, su cuerpo se hizo un ovillo, al darse cuenta de que ella ya no estaba.

Luara y Laconish se levantaron de sus asientos de manera simultanea, aquello que les había narrado Dayon no solo lo sabían cierto, sino que había despertado algo dento de ellos. En aquel momento recordaban haber vivido todo aquello. Recordaron el horror de la batalla, el desasosiego de ver morir a Dae´on y Vandara, el dolor al ver morir a Daegon, a la que querían como a una hija. Ahora reconocían a Dayon, su “hijo”.

- ¿Porque continuas atormentándote? - le dijo Laconish, mientras ambos lo abrazaban.
- Sssssh - trató Luara de silenciar el llanto de Dayon - Cálmate mi niño, ya ha acabado todo.
- No ha terminado nada - les respondió furioso consigo mismo Dayon - Mis crímenes no acaban ahí.

Tras el entierro de Daegon, yo fui juzgado. Mi deseo de vivir después de lo que había hecho desapareció por completo, y me negué a defenderme, pero otros hablarían por mi. Vosotros defendisteis mi causa, pidiendo una clemencia que yo no merecía. Otros, como Ulmar uno de cuyos hijos había caído presa del enemigo, uniéndose a sus filas, también habló en mi favor. Mas mi crimen era demasiado grave como para caer en el olvido, y muchos mas hablarían en mi contra. Gente que al igual que yo amaba a Daegon, y que jamas podría perdonármelo.
Pero no solo había asesinado a mi esposa. Al detener aquello que se iniciaba en el interior de Baal, lo había corrompido, dejándolo incompleto. Él había sido una fuerza pura de la destrucción, sin emociones, sin un deseo u objetivo. Pero Daegon había despertado en el las emociones. Algo que, de haberse completado, habría podido poner fin al conflicto. Pero el proceso había sido interrumpido. Baal ahora sentía, pero no era capaz de comprender completamente sus emociones. Estas eran las que le dominaban. La existencia, hasta entonces algo ajeno a él, le había sido dada a conocer. Pero él era la destrucción, y aquel concepto le causaba dolor. A partir de aquel momento, tenía un objetivo: Terminar con el dolor, algo que no desaparecería mientras la mas insignificante mota de polvo hubiera sido extinguida.
La primera emoción verdadera que había conocido y comprendido había sido el dolor, un dolor que yo le causara. Un dolor que le acompañará hasta el final de todas las cosas, hasta que alcance su objetivo.

Fui exiliado a Ilwarath: la tierra de los muertos. Allí, los inagorn, los matadores de dioses, torturarían mi carne, pues mi alma ya estaba destruida, hasta el fin de los tiempos.

No se durante cuanto tiempo permanecí en aquel lugar, pero allí tuve alivio, pues en algunas ocasiones, el dolor físico lograba eclipsar aquel que me destrozaba en el interior.
Pero vosotros no os olvidasteis de mi, osados como no lo ha sido nadie, desafiasteis a los mas altos poderes, viajando hasta mi prisión. Allí os enfrentasteis a aquello que incluso los dioses temen, conscientes del precio que tendríais que pagar por vuestras acciones.
Con tu espada - dijo mirando a Luara - rompiste las ligaduras que me aprisionaban, mientras él asaeteaba a las criaturas que trataban de impedírtelo. Pero no podíais acabar con ellos, nadie, mortal o inmortal, salvo el mismo destructor podía destruirlos. Pero no desfallecisteis.
Una vez me hubisteis liberado, tras besar mi frente, me arrojaste hacia la abertura que habías creado para llegar hasta aquel lugar. En tus ojos vi que sabías que aquella sería la ultima vez que me verías. Mientras volaba sin control hacia mi salvación, pude ver como aquellas criaturas destrozaban vuestros cuerpos, pero vuestras almas, mas brillantes y poderosas que el mismo sol, continuaron luchando hasta que atravesé el umbral que separaba los dos mundos.
Pero con vuestro rescate, tan solo habíais logrado acrecentar mi carga. Pues vuestra muerte también pesaría sobre mi conciencia, y el mundo al que me habíais devuelto no era el mismo en el que un día habitase.

El mundo había cambiado tanto que me era completamente extraño, la muerte de Daegon le había privado de su inocencia, convirtiéndolo en un lugar mas oscuro, mas cruel, indigno del sacrificio que había supuesto su salvación. Los hombres ya no lo llamaban Adai, pues decían que el espíritu que habitaba en el no era merecedor de su devoción, ya que nada había hecho por ellos durante el conflicto. En su lugar, pasaron a llamarlo Daegon, en un cruel ironía del destino. Ya que, pese a ser ella quien diese su vida por todos ellos, jamas deseó adoración, ni un mundo como aquel en el que se había convertido. Pero con el tiempo aquel apelativo también perdería su sentido, para pasar a ser una palabra mas. Por otro lado, mi nombre se había convertido en sinónimo de maldad y traición, siendo el peor apelativo que se le pudiese dar a una persona.
Del pueblo de mi padre apenas supe nada. Casi todos ellos había vuelto al seno de Ytahc (como llamaban ellos a Adai), y los pocos que permanecía despiertos habían partido mas allá de los cielos, buscando un lugar que pudiesen llamar hogar, ya que ellos también se habían sentido traicionados por la tierra que les diese vida. Allí solo quedarían los herederos del legado de los siete reyes dragón. Asereth y Belrotah, Maed Lloar y Kafarnaûl, Huatûr e Yrmus Kril y el ultimo de los hermanos de Dae´on: Shaún´car. Ellos custodiaban las pruertas que cerrase Daegon, a la espera del regreso del enemigo, ellos portaban las siete llaves. Pero su espera era solitaria, pues los hombres ya no recordaban la guerra, ni a aquellos que luchasen a su lado.
Casi todos los primeros nacidos entre los hombres habían muerto, o habían perdido sus ansias de luchar. Muchas de las parejas que se forjaran en los primeros tiempo, se desharían. Sin los padres para guiarlos, sus hijos se disputaban la propiedad de la tierra que pisaban, reclamando derechos que no les pertenecían. Pero estas nuevas generaciones también eran distintas a aquellas que les habían precedido. Cada nueva generación era menos longeva, mas obsesionada con la inmediatez de las cosas, con objetivos a corto plazo.
Las ansias de saber, de conocer, de viajar eran insaciables, y pronto el mundo que les dio vida se les quedaría pequeño, y partirían en busca de nuevos retos, nuevos horizontes, nuevas conquistas. Las tradiciones cambiaban y desaparecían, se creaban y destruían en un parpadeo. Aquel era un mundo demasiado veloz para los inmortales.

Durante mucho tiempo vague sin rumbo. En mi camino conocí a toda clase de personas. Algunos me recordaban lo que antaño fuese la raza humana, y otros me obligaban a ver en lo que se había convertido. Muy pocos quedaban vivos de aquellos que me conocían, pero no deseaba ver a aquellos que me defendiesen en mi hora mas triste, no deseaba recordar. Por otro lado, temía encontrarme con aquellos en los que aún latía un intenso odio hacia mi. Temía desear la muerte a sus manos, convirtiendo de esta manera vuestro sacrificio en algo vano.

No fue hasta que te encontré de nuevo, Luara, que se abriría ante mi lo que sería el objetivo de mi existencia. Pues pese a haber destruido vuestros cuerpos, los Inagorn no habían sido capaces de acabar con vuestras almas. Ya no te llamabas Luara, sino Saba, y nada sabías de mi o tu anterior vida. Te conocí de nuevo en una guerra. Una guerra estúpida, una guerra banal, una guerra de hombres. Tu, como siempre, luchabas por aquello en lo que creías, por aquellos a los que amabas, pero a tu lado no estaba Laconish.
Una vez mas te vi morir, sin ser capaz de evitarlo. Una vez mas mi alma lloró. Tras dejar el lugar en el que te había encontrado, partí en busca de Laconish. Si tú habías regresado, así lo tenía que haber hecho él. El tiempo, hasta aquel entonces algo irrelevante, se me descubrió entonces como algo vital. Mi búsqueda se alargo durante durante años eternos, pero finalmente te encontré. Te hacías llamar Nekeny, tu pasión seguía en el estudio, pero esta vez eran las estrellas las que te llamaban. Vivías solo, pues nadie había ocupado tu corazón como lo hiciese Luara. Te acompañe hasta el día en el que tu cuerpo mortal te falló. Algo había muerto en ti el día en el que pereció Saba, pese a que en aquella vida no llegasteis a conoceros.

En aquel momento comencé una búsqueda febril. Si habíais regresado una vez, estaba convencido de que lo haríais de nuevo. Pero podíais aparecer en cualquier lugar. El hombre había conquistado las estrellas, y solo el azar me permitió encontraros una vez. Así que no tuve mas remedio que pedir ayuda a aquel cuyo odio hacia mi era mas amargo: Huatûr “El contemplador”. Aquel que quizás amase a Daegon mas que yo, pues renunció a ella de buen grado, al saber que era conmigo, su amigo, con quien ella deseaba compartir sus días. Sacrificó su felicidad para que ella obtuviese lo que deseaba.

- Cuida de ella - me dijo con una sonrisa cargada de tristeza en su rostro - Hazla feliz.

El siempre había sido un gran observador, alguien invadido por la curiosidad, el ansia de saber el porque de las cosas. Si existía alguien capaz de decirme donde, o la razón de vuestras apariciones, aquel era Huatûr.
Lo encontraría en Olen´Dogar, el quinto pico, el lugar de cuya blanca piedra surgiese en un lejano día. Desde allí, desde la pálida Lutnatar, contemplaba en soledad la figura de Ytahc, a la que los hombres llamaban Daegon, recortada en la negrura del espacio.
Mi llegada no le sorprendió, ya que pocas eran las cosas que escapaban a su visión.

- ¿A que has venido? - me preguntó con frialdad y odio contenido.
- He venido pues necesito de ti - le respondí - Necesito de tu conocimiento.
- Mi conocimiento es mi bien mas preciado, ¿que te hace creer que te lo entregaría?. Ya en una ocasión te confié algo irreemplazable para mi, y lo destruiste. No cometeré ese error de nuevo.
- Jamas podré compensar la perdida que cause, así como jamas podre perdonármelo. De tener otra opción, te habría evitado el dolor de mi visión, mas lo que me trae hasta aquí, es algo que que...
- No oses siquiera pronunciar su nombre - me interrumpió iracundo, mirándome por primera vez - No la uses como excusa.
- Necesito saber del destino de las almas de Luara y Laconish - le urgí - Ella misma te lo pediría de...
- ¿De continuar viva?, ¿de no haber sido asesinada por ti?, ¿no te has parado a preguntar por el paradero de su alma?, ¿sobre la posibilidad de su vuelta?, ¿o sobre las almas de Dae´on y Vandara?. Por supuesto que no, te arrastras en tu propia auto compasión, dejas que la culpa te domine, recreándote en tu bajeza.
- ¿Han vuelto también ellos? - pregunté maldiciéndome a mi mismo por no haberme hecho aquella pregunta.
- No.
- ¿Tanto me odias?, ¿porque me haces albergas esperanzas, solo para arrebatármelas al instante siguiente?.
- Desearía odiarte, desearía creer que aquello que hiciste fue por voluntad propia. Mas se que no fue así. Tu crimen es la debilidad, y el mio el no haber querido verlo en su momento. Verte me recuerda mi fallo y mi pérdida, verte me causa dolor y cólera. No te odio, Dayon hijo de Dae´on, te desprecio y me das lastima. Desearía no sentir compasión por aquel a quien llamé amigo.
- Entonces, ¿me ayudaras?
- Te ayudaré, pero por aquello que compartimos te doy esta advertencia. El conocimiento que ansías tan solo te acarreará mas dolor. Debes saber que lo que hagas con ese conocimiento también sera responsabilidad mía. Si haces un uso inadecuado de él, no cejaré hasta destruirte.

En aquel momento asentí, ignorante de lo ciertas que serían sus palabras. De esta manera me guió a través de las entrañas de Lutnatar, hasta su mismo corazón, Kay Tíndawe, las estancias de los espejos. En aquel lugar, suspendidas de la nada nos rodeaban ventanas hacia otros mundos. Allí contemplé de nuevo el rostro del enemigo, presencié como los hombres alcanzaban estrellas lejanas, como el señor de los muertos contemplaba desde su yelmo vacío las hileras de almas, como criaturas etéreas surcaban los abismos elementales. En aquel lugar comprendí la pasión que embriagaba a Huatûr, su ansia de conocimiento. A través de uno de aquella de aquellos espejos, contemplaría por primera vez a Sakuradai, la tejedora.

- Ella tiene las respuestas que buscas - me dijo Huatûr - Si tal es tu deseo, te enviaré a Kayûr Imael.

De nuevo, mi respuesta fue afirmativa. Nos despedimos sin intercambiar palabras, o siquiera mirarnos a la cara. Me entristecía irme de aquel lugar sin haber sido capaz de congraciarme con él, pero comprendía que ciertas cosas jamas podrían ser olvidadas.

Atravesando el espejo, llegaría hasta el hogar de Sakuradai, Kayûr Imael, el hogar de la tejedora. Entonces yo nada sabía de ella o de su función. Mi objetivo era una respuesta, aunque temía que esta fuese negativa tras el dolor que me vaticinase Huatûr. Pocos han visitado aquel lugar a lo largo de la historia, pues aquel que contempla el rostro de su señora, contempla el momento de su muerte.
Pero yo ignoraba tales cosas, y aquella ignorancia me hacía atrevido. Me aventuré sin dudarlo, convencido de que ya nada podía causarme mas dolor del que padecía. Lo mas temible que podría decirme aquella mujer, era que jamas volvería a veros, o eso era lo que yo creía.

El lugar parecía desierto. Los ecos de mis pasos resonaban de una manera extraña, como si el sonido no se propagase por toda la estancia, sino que se quedase anclado en el lugar en el que había sido producido. Las estrellas que pendían en aquella oscuridad perpetua, también se mostraban extrañas, pues en nada se parecían a aquellas que aparecían sobre los cielos de Daegon. Trate de buscar alguna forma o dibujo conocido en aquel firmamento, solo para descubrir que había sido enviado a un lugar ajeno a los que había conocido con anterioridad.
Sin previo aviso, ante mi apareció una figura femenina. Su cuerpo, así como su rostro estaban cubiertos por un largo manto negro que parecía fundirse con el firmamento. Su rostro oculto parecía mirar hacia el suelo, como fuese presa de la timidez o la vergüenza. Tras unos momentos de espera, no hizo ademán de moverse, por lo que fui yo quien se acercó hacia ella.

- ¿Quien eres? - pregunté. No hubo respuesta, pero tampoco sentía que aquella delicada figura desease causarme daño alguno, por lo que continué avanzando.
- ¿Eres tú quien posee las respuestas? - pregunte de nuevo, una vez frente a ella - ¿Eres tú la tejedora?

Lentamente su cabeza se alzó, para que pudiera ver lo que había mas allá de la oscuridad que proyectaba la capucha. Pero ahí donde esperaba contemplar un rostro, mis ojos se vieron asaltados por un aluvión de imágenes. Imágenes de mi futuro, imágenes de mis encuentros y desencuentros, de mis errores y flaquezas, hasta el momento de mi muerte.
Abrumado por lo que había contemplado, caí de rodillas al suelo, negándome a creer lo que había visto, pero sabiendo que todo era cierto.
Las manos de la tejedora retiraron la capucha que cubría su rostro, dejando al descubierto la expresión de eterna tristeza que inundaban las hermosas facciones que había sustituido a la oscuridad oculta bajo la capucha. Durante un momento dirigió su melancólica mirada hacia mi, antes de dejarme de nuevo en la soledad de mi dolor. La locura quiso apoderarse de mi, pero me negué a rendirme. Aquello que había visto jamas sucedería, no lo permitiría, no fallaría de nuevo, como lo había hecho hasta entonces.

Durante milenios vagaría por el mundo. Contemplaría como los hombres destruían casi todo lo que habían construido, y su nuevo comienzo. Estaría presente con la llegada de los jóvenes dioses a los que adorarían, los tayshari, y participaría en la absurda guerra de mis hermanos contra ellos, y como esta cambiaría la faz del mundo. Presenciaría la creación de sus nuevos hijos, y como estos se esparcirían por el mundo. Me maravillaría con el resurgimiento de los hombres y las nuevas razas, y como regresarían a las estrellas, y contemplaría de nuevo su caída por el orgullo y la arrogancia de unos pocos.
Aquellas imágenes jamas me abandonarían , y tal como predirían, fracasaría una y otra vez en mis intentos. Fracasaría en tratar de evitar el regreso de Baal, fracasaría tratando de detener a Shaedon antes de que, al igual que hiciese con mi padre, acabase con la vida de Shaún´car. No sería capaz de retomar de su mano muerta a Sachiel, pues el recuerdo de lo que había causado con ella me paralizó, granjeandome esta vez si, el odio de Huatûr. Tendría que ser uno de los jovenes tayshari; Tarakus, quien librase aquella batalla por mi. Las siete llaves se perderían, y tendría que ser nuevamente una mujer, una tayshari; Korian, quien se sacrificase para detener al destructor.
Una y otra vez me reuniría con vuestras encarnaciones, y jamas lograría haceros recordar. No lograría reuniros de nuevo, y os vería morir un millar de veces.

Hasta aquí me ha traido mi vagar, nuevamente hasta vosotros. Pues mi sino es veros morir sin ser capaz de evitarlo. Aunque esta vez sera mas duro, pues esta vez estais juntos. Esta vez habéis recordado. Esta vez podríais haber sido felices, de no tener relación conmigo. Pues ellos no hubieran venido hasta aquí, de no saber que yo os buscaría.
Las cicatrices de tu espalda, Luara, son los vestigios de tus vidas pasadas. De los combates que has librado a lo largo de todas tus existencias, de las batallas en las que has salido victoriosa. Tus visiones, Laconish, son el legado de todo lo que has vivido, y el adelanto de lo te queda por vivir en esta, y que viviras en las siguientes. Estos son los designios que ha seguido el enemigo para dar con vosotros, para dar conmigo.

- Prometedme que no combatireis, que trataréis de huir de la ciudad - les suplicó Dayon - Permitid que el circulo se cierre, que no tenga que verme obligado a contemplar de nuevo vuestras muertes.
- ¿Y que sería de ti? - preguntó Luara - ¿Que sería de la ciudad?
- La ciudad caerá de todas formas - le respondió Dayon, mirandola con frialdad - Mi momento aún no ha llegado. Vuestra presencia aquí no cambiará nada. No participeis en una lucha perdida de antemano.
- ¿No es eso lo que has estado haciendo tú durante tanto tiempo? - le replicó Laconish - Las batallas no se ganan o pierden antes de comenzar. Si realmente creyeses tal cosa, no habrías venido hasta aquí.
- ¡¿Vais a arriesgar vuestras vidas y la de vuestro hijo bajo esa suposición?! - les gritó Dayon desesperado y enojado - ¡¿O hareis lo que esté en vuestra mano para verlo nacer?!.

Todos guardaron silencio. Dayon se sentia avergonzado por haber tenido que utilizar aquello, por haberlo sacado a colación. Por su parte, la imagen de la muerte de Luara, que tantas veces se había repetido en la mente de Laconish, era algo que este no podía apartar de sus pensamientos después de aquel comentario.
Luara no sabía que decir. Por una parte se sentía colérica por por las palabras que había formulado Dayon, pero no podía obviarlas. En su mente se formaban los rostros de todos aquellos a los que conocía en la ciudad, de aquellos por los que sentía aprecio. No deseaba dejarlos, sentía como si los abandonase a su suerte. Pero no podía evitar pensar que Dayon tenía razón, ella solo era una mujer. Conservaba los recuerdos borrosos de otras vidas, emociones confusas de momentos de gloria y dolor vividos en tiempo inmemoriales, pero su presencia en el campo de batalla no cambiaría nada. Su familia; los suyos, debían ser su prioridad.

- De acuerdo - dijo Luara rompiendo el silencio - Trataremos abandonar la ciudad - la vergüenza y el dolor que sentía por tomar aquella decisión se veían claramente reflejadas en su rostro cabizbajo. Algo en su interior pugnaba con fuerza por cambiar lo que acababa de decir, y se sentía egoísta por anteponer su familia a su pueblo, a la par que se sentía egoísta por querer anteponer su pueblo y su orgullo antes que su familia.
- La decisión esta tomada - dijo Laconish, mientras agarraba con fuerza las manos de Luara a su espalda, tratando de confortar y dar fuerzas a su esposa.
- El grueso de sus fuerzas atacará por el este - comenzó a decir Dayon - La ruta de huida mas probable es seguir la corriente del río, y tratar de ocultarse bajo sus aguas cuando pase junto a los campamentos situados a las orillas. Si os apresuráis quizás podáis estar cerca de la muralla antes de que comience el ataque.

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El viento soplaba con fuerza agitando violentamente las banderolas que ondeaban en las murallas. En uno de los puestos de guardia, faltaba una persona, pero sus compañeros estaban demasiado atareados como para preguntarse por aquella ausencia. La voz de alarma había sido dada, y todo aquel capaz de alzar un arma se encontraba entre las almenas.
Al otro lado, una enorme masa de hombrea avanzaba como si de las imparables olas del mar se tratase. El entrechocar de sus armas y armaduras hacía temblar la tierra, y sus arengas y gritos de batalla minaban la moral de los defensores de la ciudad.
Las flechas volaban en ambas direcciones, provocando bajas entre los dos ejércitos. Las máquinas de asedio, como colosos de madera metal y piel, se acercaban lenta aunque inexorablemente, dando tiempo a que los hombres apostados en la muralla pudiesen rezar sus plegarias antes de encaminarse al combate cuerpo a cuerpo.

En la lejanía, flotando sobre aquella escena, Dayon contemplaba con desasosiego la inminente batalla. Pronto le llegaría el momento de actuar, pronto atacarían los kurbun.
No sentía ningún vinculo especial por los hombres que se encontraban bajo él, pero no podía evitar el sentir tristeza por el desperdicio de vidas que se estaba llevando a cabo. Pese a sentirse mas afín a los defensores de la ciudad, no intervendría en su favor, pues consideraba injusta su participación en una refriega humana. Pero pronto se vería involucrado. En aquel lugar se habían desatado fuerzas que nunca deberían haber sido convocadas a aquel conflicto. Fuerzas que habían aparecido bajo el reclamo de su presencia.

- Esta vez será distinto - se repetía.

Había dejado a Luara y Laconish a salvo. Le habían dicho que huirían. Los había abandonado al llegar junto a la muralla. Ya habían pasado varias horas. En aquel momento deberían esta lejos de aquel lugar.
Pero no podía evitar el recuedo de la mirada de Luara antes de la despedida. El ruego mudo que le pedía al mismo tiempo que les acompañase, y que defendiese la ciudad. La mirada de alguien que sufría por la decisión que se había visto obligada a tomar. Una mirada que había sido causada por él.
Tomó aire, y trato de calmarse, de centrar sus pensamientos. Le esperaba una batalla dura. Si realmente había logrado alterar el devenir de los hechos, ya nada de lo que había contemplado en el rostro de Sakuradai poseía validez. A partir de aquel momento era libre de las ataduras del destino, pero aquella libertad podía implicar una muerte prematura.
Entonces los vio. Habían estado allí todo aquel tiempo. Cuatro figuras negras que cubrían las estrellas y provocaban el estremecimiento en aquellos que las contemplaban. Al comenzar su vuelo, una densa niebla se formó hasta donde alcanzaba la vista, tal como ya viese Dayon incontables de milenios atrás.
Tal como debía hacer, se interpuso en el camino de las figuras. Para los ojos de Dayon, aquellos seres carecían de rasgos. No les habló, pues nada de lo que les dijese evitaría que realizasen su labor. Ellos tampoco emitieron sonido alguno, pues el habla no era una de sus capacidades. Ellos eran miedo y destrucción, muerte y dolor. Eran ajenos a toda emoción.
Con lentitud y parsimonia, como siguiendo un ritual, las cuatro figuras rodearon a Dayon. Cuando hubieron completado su oscuro movimiento, atacaron como uno solo.
Dayon logró acertar a uno de ellos, antes de detener los ataques de los otros tres, y este cayó derribado hasta golpear contra el suelo. Aquellos sobre los que aterrizó, se volvieron polvo antes siquiera de entrar en contacto con la criatura, y varios centenares mas murieron solo con su cercanía. Allí donde había aterrizado, se creó un vacío en las tropas atacantes. Aquellos que quedaban en pie no contemplaban una criatura asexuada, sino que ante sus aterrorizados ojos aquel ser cobraba poder, tornándose una bestia mas alta que las murallas armada con dos espadas, una llameante, y otra de negro filo que desprendía fragmentos de oscuridad cuando era blandida. Sus ojos eran simas sin fondo en las que se precipitaban las almas de aquellos que osaban mirarlos, y de su espalda surgían dos alas membranosas cuyos aleteos derribaban las gigantescas máquinas de asedio como si estuviesen hechas de papel. Su larga cabellera negra alcanzaba hasta el suelo, y aquellos tocados por ella eran descuartizados como si les golpease un centenar de espadas de imposible filo.
La batalla se detuvo, mientras aquella criatura alzaba el vuelo de nuevo, ignorando tanto a los hombres que ya habían abandonado sus armas, y huían aterrorizados, como a aquellos que no lograban hacer que sus cuerpos les obedeciesen.
Aquellos tan valientes, o estúpidos como para seguir con la vista a la criatura que se alejaba, lograron contemplar a otras tres figuras similares, combatiendo contra la minúscula forma de un hombre.
Dayon, para quien el miedo por aquellas criaturas ya había perdido su significado, continuaba luchando contra los hermanos del caído. Contra él solo les quedaba el poder físico crudo, ya que adoptaban la forma de la criatura a la que mas temiese su víctima. De cualquier modo, su poder era grande, y el hijo de Dae´on se veía en dificultades para contener a los tres enemigos contra los que luchaba en aquel momento.
Viendo el regreso de aquel al que había derribado, ignoró a sus atacantes, y decidió rematar a aquel al que ya había herido. Pese a su velocidad, uno de sus rivales logró alcanzarle en la espalda. Herido continuó su carga descendente, y con su espada por delante, la empaló en el pecho de su rival, cayendo en picado esta vez los dos. Uno de los brazos/espada del kurbun logró desgarrarle el vientre mientras caían, antes de morir.
El resto de sus rivales, que el seguían de cerca, arremetieron contra él, permitiéndole el tiempo justo para extraer su espada del cadáver del caído, antes de arrojándolo a varios metros de distancia con sus golpes.
Sin dejarle tiempo a recuperarse, cargaron nuevamente a una velocidad cegadora. Durante varios minutos, lo único que pudo hacer Dayon fue defenderse, incapaz de situarse en una posición desde la que poder lanzar un ataque, pero aún así, no pudo evitar todos los ataque, y decenas de cortes recorrían su cuerpo.
Repentinamente, uno de sus adversarios se apartó de la refriega al ser impactado por un golpe.

- No - gritó Dayon mientras, ignorando cualquier acción defensiva, se lanzaba a atacar como un poseso.

Luara estaba allí, como Dayon sabía que sucedería, pese a desear con toda su alma que no fuese cierto. Su rostro se veía sereno, a pesar de que el fuego de la ira relucía tras sus ojos. Aquella no era la mirada de la mujer que Dayon había dejado junto a la muralla, aquella era una mirada que no había contemplado en milenios, la de Luara, de los primeros nacidos entre los hombres. El viento se agitaba a su alrededor, como si fuese una proyección de su espíritu, despejando la niebla que cubría aquel lugar, y agitando con violencia sus ropas y su larga melena.
Sus otros dos atacantes se volvieron hacía la nueva combatiente, conocedores de que con la muerte de ella, lograrían causarle mas dolor a Dayon que con cualquier herida que le causasen a él.
Una flecha impactó en el rostro de uno de los kurbun. A escasos metros de allí se encontraba Laconish, colocando una nueva flecha en su arco. No había prisa ni precipitación en su mirada, serena como solo podía serlo la suya. Con precisión apuntó, y otro proyectil partió hacia su objetivo. Aquel pedazo de madera, ajeno al vendaval desatado sobre el lugar del combate, impactó en el hombro de su objetivo, hundiéndose en él hasta desaparecer por completo. Pese a que las armas mortales no eran capaces de herir a los kurbun, aquellas vulgares flechas lograban dañarlos, ya que eran impulsadas por la fuerza de incontables brazos, por un alma forjada a lo largo de un millar de vidas. Laconish era en aquel momento un hombre completo. Recordaba quien era, había sido, y sería, y aquello hacía de él la suma de todos ellos.

Dayon ya había presenciado aquella escena, y sabía como finalizaría. Ignorando el dolor trató de interponerse entre Luara y sus oponentes, pero fue frenado por uno de ellos. En su semblante sin rostro le pareció contemplar un gesto de burla del destino, una cruel mueca que le recordaba lo que nuevamente perdería en aquel día. Mientras se enzarzaba en combate con él, no podía evitar rememorar el combate que estaba teniendo lugar a su alrededor.
Veía como Laconish abandonaba su arco, cuando su adversario llegaba hasta él, y como desenfundando su daga larga, esquivaba sus ataques. Sus pies parecían no pisar el suelo, y sus movimientos parecían una danza alrededor de su rival, girando constantemente para situarse a su espalda y asestarle pequeños cortes que apenas lo ralentizaban.
Luara combatía fieramente, intercambiando estocadas con su enemigo. Con cada golpe detenido, su espada se mellaba y agrietaba. Ella era consciente de ello, y trataba de evitarlos, pero la velocidad de su contrincante le obligaba a interponer su arma como defensa. En dos ocasiones logró acertar sendos golpes que alejaron a la criatura, pero pronto se quedaría sin arma e indefensa.
En un intento desesperado, se abalanzó contra él, evitando sus ataques, hundiendo la hoja de su espada hasta la empuñadura. La criatura, pese a encontrarse mortalmente herida, se giró haciendo que la hoja se partiese, dejando a Luara tan solo con la empuñadura.

- Huye - gritó Dayon desesperado.

Pero no quedaba tiempo, ambos estaban demasiado cerca como para que Luara pudiese evitar los últimos ataques del kurbun. Mirando a su rostro vacío, arrojó la empuñadura que sujetaba y se dispuso a continuar aquella lucha ya perdida.
Laconish, trató de evadirse de su adversario, pero este aún era lo suficientemente rápido como para interponerse en su camino. Dayon, al que sus heridas lo hacían tambalearse, nada podía hacer. Lo único que les quedaba era contemplar como ella moría combatiendo.

En aquel momento, una luz surgió del vientre de Luara. Un aura que se extendió por todo su cuerpo hasta cubrirla por completo. Con las manos desnudas, agarró los brazos de su atacante, y lo obligó a arrodillarse.
Aquel aura luminosa parecía dañar al kurbun, que se veía indefenso ante Luara. Poco a poco, la luz fue extendiéndose a lo largo de todo el cuerpo de la criatura, hasta que no quedó nada de ella.
Los dos kurbun restantes, al ver aquello, se alejaron del combate. Continuar luchando era ya algo futil. Eran inmortales, con el tiempo llegaría el momento de finalizar lo que habían comenzado aquel día.

Dayon cayó de rodillas, apoyándose sobre su espada mientras tosía sangre. Sus heridas eran mortales.
Sus “padres” lo recostaron en el suelo con preocupación y dolor en sus rostros. Sabían que solo le quedaban minutos de vida. Sus lágrimas mojaban el rostro de Dayon, que los contemplaba en silencio, buscando palabras que pudiesen reconfortarlos. Moría, pero lo hacía feliz al contemplar el resurgir de aquellos a los que creía condenados para siempre.

Una nueva figura se materializó a través de la niebla. Los tres lo conocían, era Huatûr, “el contemplador”.

- Finalmente lo has logrado - dijo, con fingida frialdad, tratando de ocultar el dolor que le causaba ver a su antiguo amigo tendido en su ultimo lecho.
- Si - respondió Dayon.
- Nunca te desee mal alguno, Dayon, hijo de Dae´on. Nunca desee tu muerte.
- Mírala - dijo Dayon con una sonrisa iluminando su rostro - A venido a llevarme con ella. ¿No es hermosa?.
Ante sus moribundos ojos se había aparecido la figura de Daegon. En su rostro no había odio o rencor, sino perdón y serenidad.
- ¿Como no verla? - mintió con voz temblorosa, mientras las lágrimas comenzaba a brotar lentamente Huatûr, aquel ante cuya mirada nada podía ocultarse - Siempre fue hermosa la mas hermosa de todas.

arcanus