Relatos

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Reflejos y cambios

Reflejos y cambios

Ella no era nada. Aquella criatura tenía tanto valor para él como un guijarro, una gota de agua o la hoja de un árbol. Sólo era algo vivo, un instante efímero que desaparecería tras su paso, al igual que todo aquello que le rodeaba.
Destruir no era su elección. Carecía por completo de ambiciones, deseos u objetivos. No odiaba la vida que quitaba, no obtenía ningún placer al hacerlo, no se cuestionaba la moralidad de sus actos.
El era Shaedon, el primer nacido de entre los vástagos de Baal.
El era Shaedon, un medio para El fin.
El era Shaedon; El era la destrucción.
A su alrededor, los hombres morían azuzados por sus más profundos miedos. Para unos era una plaga de insectos que les devoraba desde el interior, para otros un avatar de sus dioses que les arrancaría el alma para transportarla hasta las más profundas simas de los pozos de los pecadores. Unos lo percibían y sentían como un viento que deshacía sus cuerpos en ceniza y los arrastraba junto al polvo y la arena, otros como una tormenta cuyas gotas perforaban sus cuerpos. Todos lo veían de una manera distinta, todos sentían su autentica esencia. El era aquello y mucho más. El y sus hermanos eran el fin de la existencia. Los asesinos de la esperanza. Los kurbun.

Pero ella se alzaba ante él impasible. No había orgullo en su mirada, no había ostentación en su pose, no había odio en su alma. Ella se alzaba ante él sin que el miedo o la ira que sentía guiaran sus actos. Ella lucharía por proteger aquellos a los que amaba. No era su deseo acabar con sus enemigos, aunque si aquel era el único camino, ella lo tomaría.
Ante ella Shaedon se aparecía como un enemigo formidable, pero humano. Sólo aquellos que luchaban por preservar la vida podían albergar esperanzas de derrotar a los kurbun.
Pero el universo no es justo. No existe ley alguna que garantice la victoria a aquellos que más tienen que perder. A aquellos dignos de ella. Ningún poder otorga la posibilidad de una contienda en igualdad, una minúscula esperanza de victoria, a aquellos capaces de arriesgarlo todo por los demás sin esperar nada a cambio. Lo único que tienen asegurado aquellos que portan la valentía como única arma es la posibilidad de perder su propia vida. El valor y la determinación no son fuerza o capacidad suficientes para combatir a los kurbun.
Y en aquel lugar murió Niam, esposa de Kenrath. Murió ante la mirada impotente de su hija Ashali, quien no tardaría en seguir su camino. Murió al igual que aquellos que la rodeaban. Todos salvo uno.
Tras acabar con ellos los kurbun partieron hacia nuevos lugares en los que esparcir su legado, pero Shaedon no se fue. Se elevó hacia los cielos y allí permaneció imperturbable ante las huellas imborrables de su paso, y esperó. Su obra en aquel lugar sólo acababa de comenzar, pronto llegaría aquel que la continuaría.

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Kenrath azuzó a su caballo con violencia.
Más deprisa, más deprisa. Las piedras del camino se iban quedando atrás a gran velocidad y la pobre bestia agonizaba exhausta tratando de complacer a su amo, pero aquella era una tarea imposible. Su familia había muerto, se negaba a aceptarlo, pero lo sabía. Por muy rápido que fuese la bestia, por mucho que no quisiese asumirlo, ya habían muerto. El no había estado ahí para protegerlos.
¿Cuanto tiempo llevaba luchando? ¿Cuanta destrucción habían provocado sus manos? ¿Cuantos valles habían sido regados por la sangre y la vida de los suyos? Los últimos siglos de su existencia habían sido un combate continuo. Llevaba tanto tiempo sin conocer la paz. Tanto tiempo contemplando la muerte de hermanos, hijos y nietos que, en multitud de ocasiones, se preguntaba si quedaba algo por lo que continuar luchando.
Había contemplado tanta muerte, tanta destrucción, tanta desolación, que su alma había tenido que endurecerse tanto que había llegado a dudar de su propia humanidad.
Pero ella siempre había estado ahí para recordarle lo afortunado que era. Para recogerle en sus momentos de duda. El simple recuerdo de su sonrisa siempre le había dado fuerzas para continuar.
Sus ojos.
Aquellos ojos en los que se había visto reflejado tantas veces, jamás volverían a mirarle. Jamás volverían a mostrarle toda la alegría, todo el amor que había visto en ellos. Jamás volverían a llenarle de vida.
¿Donde encontraría apoyo y consuelo a partir de aquel momento?
¿Que razones le quedaban para luchar, para vivir?

Llegó a la ciudad. Una ciudad distinta a la que recordaba. Una ciudad gris y muerta.
Buscó alguno de los rostros familiares que antes habían llenado sus calles pero solo encontró destrucción, silencio y avenidas desiertas. Las fuentes se habían secado, los troncos muertos de los árboles se habían retorcido como tratando de huir de la tierra en la que estaban anclados, los edificios habían perdido su color. Pero incluso viendo aquella escena, tan similar a otras tantas que había contemplado con anterioridad, se negaba a aceptar la verdad.
- ¡Quien anda ahí! – La voz de Irdant lo sacó de su trance. No sabía cuanto tiempo había permanecido allí inmóvil.
No había pasado tanto tiempo desde la última vez que lo había visto, pero parecía mucho más viejo que entonces. Más viejo, más cansado y más pequeño. Caminaba apoyado en un bastón, y su andar era errático.
Kenrath descabalgó y camino hacia su amigo. De repente se sentía cansado. Su armadura le pesaba como no lo había hecho nunca. El peso de la aceptación le asaltó como un enemigo al acecho. Comenzó a mover los labios pero se arrepintió y no dijo nada. Aún se negaba a hacer la pregunta cuya respuesta sabía que terminaría de destrozarle.
Con paso cauteloso se acercó a su amigo y, sólo cuando estuvo junto a él, fue capaz de ver la gravedad de su estado.
- ¿Qué te ha sucedido? – se sintió estúpido haciendo aquella pregunta. ¿Cuántas veces había visto a otros en aquel mismo estado?
- ¡Kenrath! ¿Eres tú? Lo… lo vi todo – Irdant tartamudeaba, el dolor y la desesperación asomaban tanto en su voz como en sus gestos – Traté de cerrar los ojos, pero no pude. Traté de luchar, pero mi cuerpo no me obedecía. Traté de huir, pero mis piernas se negaron a moverse. Sólo pude esperar a que la muerte llegase a mí pero, para mi eterno tormento, esta nunca llegó. Lo… lo vi todo y esa visión me perseguía en todo momento. Así que me arranqué los ojos pero las imágenes aun me atormentan.
¿Por qué no me mataron?
Kenrath no respondió. ¿Cómo decirle que, de alguna manera, sabían que él causaría más daño en aquel estado que muerto? Que, si él no lo mataba, sería el causante de más destrucción.
- ¿Dónde están? – Logró decir finalmente Kenrath pese a conocer ya la respuesta.
- En las tierras mortuorias – un escalofrío recorrió la espalda de Irdant – Junto a todos los demás – El cuerpo del ahora anciano se estremeció mientras su voz terminaba de quebrarse. Se habría echado a llorar, caso de que en las cuencas vacías de sus ojos hubiesen quedado lágrimas que verter. Comenzó a tambalearse y sus piernas terminaron por fallarle.
Kenrath se apresuro a recogerlo. Mientras utilizaba su hombro como apoyo, una de sus manos extrajo la daga de su funda.
- Adiós – dijo mientras le quitaba la vida de la manera más rápida y piadosa de la que fue capaz – Que allí a donde vayas encuentres la paz que se te ha negado en este mundo.
Estaba agotado. Demasiado cansado como para buscar o pensar en otra manera de luchar contra los designios de los kurbun. Demasiado cansado como para mirar el rostro de su amigo una ultima vez antes de acabar con su vida. Demasiado cansado para soportar la verdad. Demasiado cansado para pensar en lo que se había convertido su vida.
Sin mirar el cuerpo que se sustentaba contra él, lo tomó en brazos y retomó su camino. Su consciencia se había refugiado en lo más profundo de su ser y su cuerpo se movía impulsado únicamente por la inercia. Caminó durante horas atravesando las ruinas de lo que llamase su hogar, ajeno a todo lo que le rodeaba. Su mirada ida no se desvió en ningún momento del trayecto.
Las columnas de humo comenzaron a hacerse visibles mucho antes de llegar a las tierras mortuorias. Una hilera continua de hombres totalmente cubiertos de negro envolvían en mantas y transportaban los cuerpos esparcidos por el suelo hasta el lugar que sería su último reposo. Algunos de ellos trataron de hablarle pero él continuó con su camino ignorándolos.
A cada paso que daba su cuerpo se iba cubriendo por el hollín que lo envolvía todo. Respirar en aquel lugar era una tarea difícil, pero Kenrath parecía ajeno también a aquello. Nada parecía ser capaz de afectarle o alterar su trayecto.
Finalmente atravesó los arcos que formaban los brazos de los monumentos erigidos a sus hermanos caídos. Bajo aquellas figuras se movían los hombres embozados cuyos caminos se dividían hacia los distintos fuegos. Junto cada una de las hogueras se encontraban apilados los cuerpos cubiertos de los difuntos, esperando a que un hombre santo les diese el último adiós antes de ser arrojados a las llamas.
Uno de los hombres embozados se interpuso en el camino errático de Kenrath tratando de librarle del peso de su amigo, pero él se negó a entregárselo o a frenar su paso, ignorando a aquel hombre continuó caminando. Parecía no ser consciente de su existencia al igual que parecía no serlo de nada de lo que le rodeaba. Su destino estaba ya cerca, pese a su estado de trance sentía aquella llamada a un nivel que ni podía ni pretendía comprender.
Una vez en el lugar, depositó el cuerpo de Irdant en el suelo con delicadeza y comenzó a apartar con violencia los cuerpos sin vida que se encontraban apilados frente a él. Escarbó en aquel montículo de carne ignorando las palabras y deshaciéndose de los brazos de los hombres que trababan de detenerle, hasta que finalmente halló el motivo de su búsqueda.
Estaban cubiertos por completo, al igual que todos los que les rodeaban. Las sabanas, blancas en su origen, se encontraban teñidas por el barro, el hollín y la sangre. Era imposible diferenciar unos de los otros, pero él lo sabía. Aquellos eran los cuerpos de su familia. Sólo una vez que los extrajo de los restos que los aprisionaban y los liberó de los harapos que cubrían sus cuerpos pareció tranquilizarse. Los abrazó contra su pecho y permaneció allí inmóvil sin decir o hacer nada más que acunarlos y emitir un leve sollozo.

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- Kenrath – Úngor apoyó la mano sobre su hombro y dio un leve apretón – No debes hundirte.

Aquel hombre roto no se parecía en nada a quien había combatido junto a él en tantas batallas. Al hombre que le había enseñado todo lo que sabía, que le había tratado como un padre, un hermano y un amigo. Al hombre que desde un principio le dijese que no podían salvar a todo el mundo.
Sus hombres y él habían abandonado sus quehaceres cuando llegó hasta ellos la fatídica noticia. No había muerto una mujer cualquiera. Aquel día todos habían perdido algo más que una amiga, habían perdido a una madre.
- Kenrath – Úngor trató de llegar hasta él una vez más – Ahora te necesitamos más que nunca.
- Me necesitáis
El cuerpo de Kenrath se vio sacudido por un pequeño temblor. En aquel momento algo se rompió en su interior y el dolor dio paso a una rabia como jamás había conocido ninguno de aquellos hombres.
- ¿Me necesitáis? – Gritó – ¿Y dónde estabais cuando mi familia os necesitaba? – Soltó los cuerpos que sujetaba y se alzó – ¿Dónde estabais mientras morían? – La cordura había desaparecido de su mirada. En aquel momento su rostro desencajado era una máscara capaz sólo de mostrar dolor, ira y locura – ¿DÓNDE? – Gritó de nuevo, mientras alzaba a Úngor sujetándolo del cuello con una mano - ¡¡¡¿DÓNDE?!!! – Volvió a gritar mientras se giraba hacia los demás hombres soltando el cuerpo, ya sin vida, de su amigo.

El silencio y la tensión se apoderaron del lugar. Lo único que se podía escuchar era el crepitar de las llamas. Nadie se movía ni decía nada. El los cielos, más allá del humo y las cenizas de las hogueras, se materializó la silueta de Shaedon.

Los hombres de Úngor echaron las manos a sus armas mientras la mirada de Kenrath les escrutaba a todos emitiendo un único veredicto: Culpables. Todos eran culpables. Todos debían ser castigados por su fracaso. Por permitir la muerte de su familia.
El pueblo al que llamase suyo, a quienes había entregado su vida, le había fallado. Todas aquellas vidas que había salvado con anterioridad se habían mostrado indignas de los sacrificios que había llevado a cabo por ellos. Debían pagar.
En su interior, una voz trataba de hacerse escuchar, una voz que le decía “Tú también eres culpable. Tú tampoco estuviste aquí. Tú estabas con ellos. Tú también debes pagar” Pero la rabia hundió aquella voz hasta donde no pudiese ser escuchada. Estaba cansado de ser fuerte, cansado de luchar, cansado de hacer siempre lo que los demás esperaban de él.
Dairghul, su fiel lanza, se materializó junto a la mano de Kenrath mientras el cuerpo de Úngor terminaba de desplomarse. Tras cerrar su puño alrededor de ella, comenzó a avanzar.
El cielo se tiñó de un negro absoluto mientras los hermanos de Shaedon acudían a la llamada de la destrucción que se avecinaba. Con el primer golpe de Kenrath los kurbun descendieron sobre todo aquello que tuviese vida.

Ante los ojos de Kenrath ya no había hombres, sólo había cuerpos que caían atravesados por su lanza. Ya no había necesidad de razonar. No había necesidad de buscar excusas. Abandonó las tierras mortuorias y se dirigió hacia la ciudad acabando con la vida de todo el que se cruzaba en su camino.
A su alrededor los kurbun celebraban un festín, pero aquello ya no le importaba. Fue entonces cuando lo vio. Suspendido en el cielo, entre las alas que cubrían el manto de estrellas contempló la figura de Shaedon y lo supo. Los restos de Niam y Ashali regresaron a su ojo interno. Ya no recordaba haber desenterrado los cuerpos, no recordaba haber abandonado las tierras mortuorias, no recordaba haber asesinado a sus amigos. En el cielo estaba el causante de su dolor.

- ¡SHAEDON! – Gritó.
- ¡SHAEDON!

Su mano se cerró alrededor de Dairghul como nunca antes lo habían hecho, mientras sus músculos se tensaban más allá de lo posible. Concentrando todo su odio arrojó la lanza contra su enemigo. Veloz, la poderosa Dairghul surcó el negro firmamento hasta impactar en su objetivo. Tal era el impulso que le había sido otorgado que, una vez incrustada, arrastró a Shaedon mas allá del las nubes grises y rojas. Más allá de Daegon. Hasta que ambos fueron a estrellarse en la blanca faz de Sutela.
En aquel momento, desafiando y venciendo a todo lo que es posible, sus piernas se tensaron y saltó. Veloz como momentos antes había sido su arma, atravesó las filas de los kurbun. En aquel momento ya no era un hombre, ya no era Kenrath. Se había convertido en aquello contra lo que siempre había combatido. En lo que le había arrebatado a su familia. En una fuerza imparable de destrucción.
Dairghul regresó a el mientras continuaba su ascensión y juntos finalizaron su trayecto. Sobre la superficie de Sutela se encontraba su rival esperándole inmóvil e impávido.
Aquel era un combate que no podía ganar, pero se lanzó a él sin vacilar. Sus acciones estaban guiadas por la rabia y el dolor. Por el ansia de venganza y la locura. Por aquello que fortalecía a su rival.
Antaño habría tenido alguna posibilidad. Antaño, cuando la protección y seguridad de los suyos eran su motor. Pero Niam y Ashali habían muerto. Ya no le quedaba nada que proteger. Nada por lo que luchar. Nada por lo que vivir.
La búsqueda de la muerte había pasado a ser la razón de su existencia. La destrucción de aquellos que le recordaban lo que había perdido, la aniquilación de aquel que se lo había quitado todo. Había tomado un camino que ya no se veía capaz de abandonar.
A cada golpe que asestaba a su rival, este se hacía más fuerte. A cada segundo que pasaba su desesperación era mayor.
La voz de su interior le decía que ya jamás podría dejar de matar. Que el dolor y los remordimientos jamás le abandonarían. Que jamás sería capaz de vivir con lo que acababa de hacer. Su vida sería una continua huida de la cordura.

Shaedon contemplaba a su nuevo hijo, a su nuevo hermano, a su igual. Su papel en aquel lugar ya había terminado, ya nada le quedaba por hacer en aquel lugar.
Pero algo le retenía aún ahí. Algo que jamás le había sucedido con anterioridad. Aquel hombre había despertado algo en su interior. El dolor que exudaba aquel hombre era distinto a todos los que había causado antes. Sólo en aquel momento fue capaz de percibir que era lo que le atenazaba; la súplica silenciosa que Kenrath le hacía tras cada uno de sus golpes.
- Mátame – le decía sin palabras – Acaba con mi sufrimiento, pon fin a mi dolor. Mátame antes de que sesgue otra vida más, mátame antes de que haga que otro hombre se sienta como yo.
Aquello le sacudió como no lo había hecho arma alguna. El sufrimiento de sus victimas siempre había sido su sustento. Carecía de sentidos que le permitiesen diferenciar unos de otros, pero aquel se le mostraba distinto. Su dolor era tan abrasador que había logrado penetrar en Shaedon, haciendo nacer en él algo de lo que siempre había carecido.
El dolor trajo consigo la consciencia del mismo y esta consciencia le otorgó lo que nunca había poseído: la duda.
¿Qué es el dolor?
La duda a su vez le otorgó otra nueva maldición, la de la elección.
¿Qué hacer ante el dolor?
Finalmente el puzzle que era su nuevo estado se completó con la última de sus maldiciones, la de la comprensión.
¿Por qué?
Ante Shaedon se encontraba una criatura que, como él, sufría. En sus manos estaba la posibilidad de librar a aquel ser del dolor, algo que iba en contra de todo lo que los kurbun representaban. Pero había algo más. Aquella elección que debía tomar exigía una motivación. Las preguntas que surgían en su recién nacida mente se le hacían abrumadoras.
¿Dejaría vivir a Kenrath con su dolor como le pedía todo su ser, o acabaría con él?
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Todo aquello le superaba. No estaba preparado para luchar aquella batalla. No contra las emociones. No contra la elección. Tan sólo quería que aquello acabase.
La percepción del transcurrir del tiempo le golpeó en aquel momento.
¿Cuánto?
¿Cuánto tiempo más sería capaz de soportar aquello?
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Poco a poco las emociones de Kenrath se iban apoderando de él. Al dolor le siguió el odio, al odio la rabia, a la rabia la ira.
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Miró a Kenrath. Miro a aquel hombre destrozado y, contemplándolo, una nueva emoción nació en su interior. No era algo heredado de su victima, no se trataba de algo proveniente del exterior. Aquella era la primera emoción que era sólo suya. La compasión.
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
Shaedon tomó su elección y acabó con la vida de Kenrath.
No fue con la intención de librarse de su propio dolor, no fue para su beneficio. Le dio a Kenrath lo que éste le estaba pidiendo. Lo que necesitaba. El descanso.
Su dolor no desapareció y, según se iban desarrollando sus emociones la comprensión y aceptación se hicieron sencillas.
¿Qué hacer?
¿Por qué hacerlo?
¿Pondría fin a su existencia para acabar con el dolor?
¿Qué hacer?
No.
¿Por qué hacerlo?
El nuevo Shaedon contempló por primera vez el universo que le rodeaba. Le quedaba mucho por hacer, mucho por comprender, mucho por experimentar.

arcanus

Luara

Luara

- No te vayas todavía - dijo Laconish, mientras contemplaba como su esposa se vestía. Nunca se cansaba de mirarla.

La luz de las antorchas del exterior, apenas lograba ser contenida por las contra ventanas. Esto, junto a los cientos de pequeños haces que se filtraba por las múltiples grietas que recorrían las paredes, iluminaba fragmentos de la esbelta figura de Luara, mientras esta dejaba caer el tabardo sobre su cuerpo, ocultando bajo él las cicatrices que recorrían su espalda.

- Debo partir ya - le respondió Luara - Apenas queda tiempo para que comience mi turno en las murallas.
- La ciudad no caerá porque te retrases - se burló Laconish.
- Bastante me hacían la vida imposible antes de la matanza, por el simple hecho de ser mujer, como para darles razones adicionales - se defendió Luara - Además ... Sabes que tampoco podría descansar.
- Lo se, lo se - se disculpó Laconish, mientras se acercaba a su esposa - Pero no puedo evitar pensar lo peor.
- ¿Han vuelto los sueños? - preguntó Luara sin poder evitar que la preocupación asomara a su rostro.
- Nunca me abandonan - le respondió Laconish mientras la abrazaba y besaba con delicadeza su frente - Pero ve, yo también tengo mucho que hacer. Quizás esta noche descubra algo en los libros.

Luara terminó de apretar las ultimas correas de su armadura, y se dirigió hacia su puesto de guardia. La temperatura en la calle era gélida y, pese a la gruesa capa y el acolchado bajo su armadura, el frío lograba colarse hasta sus mismos huesos.
Las calles por las que pasaba se encontraban desiertas de gente y abarrotadas por la suciedad y el hedor que de esta se desprendía. Del interior de las casas no surgían luz o sonido alguno. La proximidad de la batalla parecía haber acabado con la vida en la ciudad antes siquiera de que hubiese comenzado la lucha. El miedo y el cansancio eran patentes en los demacrados rostros de sus compañeros.
En el firmamento, las estrellas se apagaban una detrás de otra, dando alas con ello a los agoreros que predicaban sobre el vinculo que unía estas a la vida humana, aquellos que afirmaban que cada vez que una estrella moría, a esta le seguía el hombre o mujer al que estaba ligado. Incluso los había que afirmaban haber llegado a contemplar a la misma tejedora, cortando los finos hilos que unían a ambos.
Pero Luara no oteaba las alturas para ver como las estrellas desaparecían, sino buscando al enemigo. Escudriñaba los cielos con inquietud a la espera del ataque.
Dos días atrás, una de aquellas criaturas había descendido del firmamento segando con su sola presencia la vida de aquellos que la acompañaban. Solo ella había quedado con vida, y eso la había marcado antes sus compañeros como alguien maldito.
No sabía porque solo ella había quedado viva, pero aquella escena se repetía todas las noches en sus sueños, despertándola al contemplar de nuevo los ojos inhumanos de aquel ser informe.

Al igual que a lo largo de las ultimas noches, Luara estaba sola en su puesto. Los milicianos que habían asignado para suplir a los compañeros que había perdido, se encontraban en el extremo opuesto al suyo, pero la distancia que los separaba, no era suficiente como para evitar que los cuchicheos llegasen hasta sus oídos sin dificultad.

Pero aquello no le importaba, ya que, llegado el momento, sabía que tampoco podría contar con ellos. Al menos de aquella manera sabía a que atenerse, sabía que no podía confiar en ninguno de ellos.

- Tienen miedo - dijo una voz desconocida.
- Tampoco les culpo - respondió Luara, mientras se volvía hacia el recién llegado.
- ¿Os molestaría si me siento junto a vos? - preguntó el extraño.
- La compañía será bienvenida - respondió.

El extraño se sentó sobre su capa, y apoyó su espada contra la muralla con gesto de cansancio. A pesar de que parecía alguien curtido, no portaba armadura alguna, o símbolos que lo pudiesen identificar como soldado, o miembro de algún otro gremio militar. Su expresión era gentil a la vez que triste, y su compañía hizo que Luara se sintiera extrañamente mas tranquila.

- No sois de la ciudad - dijo Luara mientras escudriñaba a aquel hombre buscando algún indicio de su procedencia.
- Así es - respondió el extraño - Podría decir que no pertenezco a ningún lugar en concreto.
- ¿Os habéis unido a la milicia?
- No.
- Entonces a que habéis venido. Este no es un buen momento ni lugar para estar ahora mismo.
- Estoy aquí y ahora, porque son el lugar y el momento en los que debo estar.
- ¿Si os pregunto vuestro nombre, seréis tan esquivo?.
- No pretendía ser descortés - se disculpó el extraño - Mi nombre es Dayon.
- Curioso nombre - dijo Luara - No me extraña que os cueste decirlo ¿No habéis pensado en cambiarlo?.
- Veo que sois una persona con conocimientos de historia antigua. Y vos debéis ser Luara “la maldita”.
- Vaya - se sorprendió Luara - Al parecer mi reputación me precede. Si estáis aquí sabiendo quien soy, asumiré que no sois un hombre supersticioso.
- Se podría decir que siento una cierta afinidad por los llamados “malditos”.
- ¿Acaso lo estáis vos?. - preguntó Luara con una sonrisa socarrona en sus labios.
- También sois una mujer directa - le respondió Dayon - Ciertamente sois una persona atípica.
- No me habéis respondido - le inquirió de nuevo Luara.
- Lo sé - respondió Dayon, mirándola fijamente a los ojos - Soy tan consciente de ello, como de que ya conocéis cual es la respuesta.

Los ojos de aquel hombre dejaban traslucir lo que sus palabras solo sugerían. Había en ellos algo intemporal, muestras de los lugares en los que había estado, así como del inmenso poder oculto y encerrado en su interior.
Por unos segundos, Luara se sintió flotando en los abismos insondables de dimensiones lejanas. En su mente se arremolinaron los extraños paisajes que habían contemplado los ojos de Dayon a lo largo de su vagar durante incontables siglos.

- ¿Que haces aquí? - preguntó Luara aún aturdida por la experiencia, mientras echaba mano al pomo de su espada - ¿Porque has venido?, portador de catástrofes.
- ¿Porque haces preguntas cuyas respuestas ya conoces?.
- ¿Que te ha hecho esta ciudad?, ¿que te hemos hecho nosotros, para que hayas traído la destrucción hasta aquí?.
- Al parecer tus conocimientos no son tan completos como creía.
- Explícate.
- Yo no acarreo desgracias - comenzó a decir Dayon, mientras su expresión se hacía mas triste y sombría - sino que estoy allí donde estas se producen para tratar de evitarlas. Mi maldición es el conocimiento y la imposibilidad de cambiar nada.
- ¿Quiere eso decir que estamos condenados? - preguntó Luara invadida por la indignación - ¿que no importa que presentemos o no batalla?. Me niego a creer tal cosa.
- No me pidas que te hable de tu futuro - le advirtió Dayon - Pues ese es el mas terrible de los conocimientos. Aquel que conoce lo que acaecerá, esta ligado por ello. Obligado a tratar de evitarlo, y en su intento, condenado a ser el causante.
- ¿Pretendes decirme que antes de actuar, sabes que fracasaras?
- Así es.
- Entonces, ¿porque intervienes?.
- Porque tengo grandes errores que expiar. Porque la alternativa es aún peor. Porque veo a cientos, a miles morir ante mis ojos y se que soy el causante de tanto dolor, pero también se que, de no estar ahí, muchos mas perecerían.

La expresión en el rostro de Dayon le decía a Luara que aquellas palabras eran ciertas. Aquel ser había vivido y padecido sufrimientos mas allá de lo que ella fuera capaz de imaginar. La desconfianza dio paso a la compasión, y el miedo a una extraña admiración. No se sentía capaz de odiar a alguien que había vivido tantas penurias, cualesquiera que fuesen los crímenes que hubiese cometido en el pasado.
El hombre sentado delante de ella, en nada se parecía a la criatura que mentaban los textos que le había narrado Laconish. Ante ella solo había un hombre con una pesada carga sobre sus hombros. Un hombre agotado por una lucha de la cual sabía que jamas saldría victorioso.

Los minutos transcurrían con una lentitud agobiante, mientras el silencio inundaba aquel lugar. Incluso los cuchicheos de los demás guardias parecían haber cesado.
La tristeza de Dayon parecía impregnar también a Luara. Apenas acababa de conocer a aquel hombre, pero sentía un extraño vinculo hacia él. Como si algo en su interior le dijera que ya se conocían, por mas que su mente le confirmara que tal cosa no era cierta.

- Yo digo que tu destino cambiará hoy - sentenció Luara - No esta en mi animo el morir en la batalla que llegará.
- Dices bien - le replicó Dayon - Y actúas como debe ser. Mas en multitud de ocasiones he escuchado esas mismas palabras, y otras tantas veces han sido las ultimas pronunciadas por esas personas.
- ¿A que has venido? - le preguntó Luara, buscando una reacción - ¿A ver como morimos, o a luchar a nuestro lado?.
- No han sido mis pasos los que me han encaminado hasta aquí, pese a que ese ha sido mi deseo a lo largo de gran parte de mi existencia - le respondió Dayon, sin apartar su mirada fija del suelo - El destino me ha traído aquí, tras una larga búsqueda. Me ha traído hasta vosotros, cuando ya no me queda esperanza. Me ha traído aquí para que, de nuevo, me reuniese con aquellos a los que arrastre en mi caída, y que condenaron sus almas por mí. Me ha traído para veros morir una vez mas.
- Si no te quedase esperanza - le replicó furiosa Luara - No habrías venido. Si no te quedase esperanza, habrías dejado de luchar, dejado de intentar cambiar tu sino. No te conozco, Dayon “Asesino de hermanos”, pero tus ojos me han dicho que tus palabras mienten.

Por alguna misteriosa razón, sentía la necesidad de consolarle, de protegerle como si de un hijo se tratase. Sabía que aquel ser, pese a su apariencia, ni siquiera era humano. Las historias lo describían como diezmador de ejércitos y azote de todo lo vivo pero, a pesar de ello no podía evitar la necesidad de hacer que aquel ser recuperase el espíritu que había atisbado en su mirada.

- Veo que cien vidas no te han cambiado - dijo Dayon - Siempre Luara la animosa, Luara la indómita.
- Vuelves a hablar con enigmas - dijo Luara - Dices que nos conocemos, pero tal cosa no es cierta.
- Si que te conozco, y para mi desgracia, he contemplado tu muerte mas de una vez.
- Por momentos pareces un hombre cuerdo, solo para, al instante siguiente pasar a decir sin sentidos.
- Pese a tu reticencia a creer en mis palabras - dijo Dayon - En tu interior sabes que estas son ciertas. Pero igual que esperaba tu incredulidad, estoy convencido de que Laconish se mostrará mas receptivo. Él siempre ha sido mas proclive a aceptar mis palabras, mientras que tu tiendes a dudar de ellas. Pero esto ha sido algo ya marcado desde vuestras primeras encarnaciones.
- ¿Como sabes de Laconish? - reaccionó Luara, entre asustada y furiosa - No lo involucres en esto. El no es un soldado, si hay una batalla y algo me pasara, él me prometió que huiría de la ciudad.
- ¿Acaso lo harías tu? - preguntó Dayon, con una mueca sarcástica.

- El así lo prometió, y así ha de cumplirlo - dijo Luara, mas para si misma que para su interlocutor.
- Sabes que él no huirá.
- De tus labios solo surgen acertijos y amenazas veladas. ¿Que te he hecho para que me tortures de esta manera?, ¿Que mal te hice en otra vida?.
- No deseo tu dolor. No os deseo mal alguno - en aquel momento, Dayon esquivó la mirada de Luara, dando con esto motivos para que sospechase que trataba de ocultarle algo. Algo que sentía que debía saber a toda costa.
- Me dices que no pregunte por mi destino, pero me amenazas con la posibilidad de perder lo que mas quiero. ¿Como quieres que no reaccione?
- No os amenazo. Ni a ti, ni a tu marido. Me limito a decir algo que tú bien sabes.
- Aunque no quiera, le obligaran a huir. Ese es el modo de actuación para con los funcionarios de la corte. Si la ciudad cae, ellos son quienes deben mantener viva su historia.
- El no huirá. No sabiendo de tu estado.
- ¿Y que estado es ese?
- Así que no te lo ha dicho.
- Por todos los dioses - estalló furiosa Luara - Habla de una vez, o vete ya de aquí. ¿Que es eso que tiene que decirme? ¿Que es eso que tratas tan desesperadamente de ocultarme?.

Dayon pareció dudar por unos momentos. Su mirada continuaba evitando los ojos de Luara que permanecían clavados en su rostro girado. Tras unos tensos segundos de silencio, giró nuevamente su rostro, para encontrar nuevamente los ojos de Luara, y habló:

- No te ha dicho que, en sus sueños, ve como mueres sin llegar a dar a luz al hijo que albergas en tu interior.

El silencio dominó nuevamente el lugar. Un repentino soplo de viento desplazó los cabellos de Luara, haciendo que estos cubriesen parcialmente su rostro, mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo.
Al igual que con todo aquello que le había dicho hasta aquel momento, algo hacía que Luara supiese que las palabras de Dayon eran ciertas. Esta ultima revelación, no era algo que le llegase por sorpresa, aquello era algo que había comenzado a plantearse a lo largo de las ultimas semanas: la posibilidad de encontrarse embarazada. Pero no había hablado de aquellas sospechas con nadie, ni siquiera con Laconish, ya que ni siquiera ella tenía la certeza de que aquellos miedos pudiesen tener fundamento.
Pero aquella confirmación lo cambiaba todo. Los temores que había estado tratando de ignora, ahora se le venían encima. Como si el peso del mundo entero fuese depositado sobre sus hombros, todo su ser trataba de venirse abajo. Pero no iba a dejar que la angustia la dominase. Tenía mucho por lo que luchar, ahora mucho mas que nunca, y no iba a dejar le arrebatasen aquello que tanto le había costado conseguir.
No podía evitar el mirar a aquel hombre que se encontraba ante ella, y hacerse preguntas. Preguntas para las que no sabía si pedir una respuesta.
Sensaciones contradictorias sacudían a Luara. El miedo de que aquello que le había sido dicho fuese cierto, el odio irracional hacia aquel hombre que representaba el fin de todo lo que conocía y amaba, y la extraña afinidad que sentía hacia él, no hacían sino sumirla en un doloroso estado de angustia e incertidumbre.

Ninguno de los dos volvió a hablar, o a cruzar sus miradas durante varias horas. Finalmente, se acercaba el cambio de guardia, y entonces fue Luara quien habló de nuevo.

- ¿Tienes algún lugar en el que descansar hoy? - preguntó, poniendo fin al largo silencio - Aunque supongo, que ya sabrías que esa iba a ser mi pregunta - continuó mostrando una sonrisa forzada, que trataba de ocultar su preocupación - Creo que aún quedan cosas que deberías contarnos.
- Así es - respondió Dayon mientras se levantaba - Tengo mucho de lo que hablar con vosotros. Algo que he retrasado ya durante demasiado tiempo.

Los soldados que llegaron a reemplazar a la guardia de la muralla, miraron con miedo a Luara, y trataron de evitar el mas mínimo contacto con ella. Por el contrario, saludaron a Dayon como a uno mas de ellos, pese a que este no hizo ademán de saludarles, ni les devolvería el gesto mientras se iba. En otra ocasión, Luara los habría fulminado con la mirada a aquellos soldados, pidiéndoles una explicación, que ya conocía a aquellos hombre. Pero su mente estaba perdida en asuntos mas importantes que una falta de cortesía, y continuó descendiendo las escaleras de piedra que daban al patio. Tras el cambio de guardia en la muralla, ambos dos se dirigieron hacia la casa de Luara. Caminaban en silencio, inmersos en sus respectivas preocupaciones aunque, ella miraba furtivamente a Dayon, queriendo, y temiendo que desapareciese.

Finalmente llegaron. La escasa luz que lograba filtrarse desde el interior de la casa, indicaba a Luara que su marido se encontraba en el interior. Tras abrir la puerta, miró hacia su derecha, y allí vio a Laconish, sentado en el taburete, enfrascado en la lectura de aquellos tomos que siempre le acompañaban.
Retirando su mirada de las paginas que le tenían absorto, Laconish miro a su mujer, y en su cansado rostro asomó una sonrisa. Pero al cruzar Dayon el umbral de la puerta, se levantó, y el rostro afable se tornó severo.

- Así que finalmente has venido - afirmó Laconish con voz firme - ¿Será este el día en el que conozca tu nombre?.
- Dayon es mi nombre - sentenció este.
- Entonces, la espera ha terminado - dijo Laconish apesadumbrado - La ciudad caerá, y nosotros pereceremos con ella. Pensé... deseé que quedase mas tiempo. Quedan tantas cosas por hacer.
- Ya es tarde - dijo Dayon, dirigiendo su mirada hacia el suelo - He tardado demasiado en encontraros - parecía un reproche hacia si mismo - El enemigo se encuentra ya a las puertas, no podréis huir.
- Es eso todo lo que tenías que decirnos - intervino Luara furiosa - para...
- Sentaos - ordenó Dayon con voz autoritaria en un repentino arranque de furia, y un oscuro aura de poder pareció surgir de él.
- Esta es nuestra casa, y tu no eres quien para darnos ordenes - le replicó Luara. El miedo la atenazaba ante aquella demostración de poder, pero no iba a permitir que aquel ser los amenazase.
- Lo lamento - se disculpó Dayon - Hay tanto que decir, y queda tan poco tiempo.
- Si conversamos sera como iguales - intervino Laconish, mientras se acercaba a su esposa, y la abrazaba con gesto protector. Sabía que en una confrontación ella se defendería mejor que él, pero no podía evitar el impulso de interponerse entre Luara y el peligro.
- ¿Que es lo que sabéis de vuestros nombres? - preguntó entonces Dayon, mirándolos a ambos.
- Son... nombres - respondió confusa Luara.
- Los nombre son algo mas que eso - comenzó a narrar Dayon - Un nombre es algo mas que una palabra, es lo que nos define sin limitarnos, aquello por lo que seremos recordados, algo que inspirara a los demás, provocará indiferencia o rechazo cuando sea mencionado. Pero no es el nombre el que define a la persona, sino esta la que da sentido al nombre.
Antes de que os fueran otorgados vuestros nombres, otros mucho fueron portadores de esos mismos apelativos, algunos de ellos aún son recordados y, otros muchos se han perdido en el olvido. Los nombres, pese a que no definan a la persona, si que representan la herencia de todos aquellos que con anterioridad fueron llamados igual que uno. Al igual que para todas las cosas, siempre hubo y habrá un primero, y los nombres no son la excepción.

Una vez dicho esto, os diré que yo conocí a aquellos que serían los primeros en portar los nombres de Luara y Laconish. De esta misma manera, os diré que yo los llamé amigos.

Pero así como sus nombres aún continúan siendo utilizados, la historia de aquellos que por primera vez fuesen llamados con tan nobles apelativos, fue olvidada por los libros o los hombres. Marginados de la historia por cometer el crimen de sentir piedad por mí.

Yo soy Dayon, hijo de Dae´on, de la estirpe de Ytahc, y de Vandara, de los primeros nacidos entre los humanos. Mi historia se remonta muy atrás en el tiempo. Tan atrás, que los dioses aún eran conceptos abstractos desconocidos por nosotros, y aquellos que vivimos para poder recordarla, no sabemos ubicarla con exactitud. Tan antigua que precede a lo que los pueblos que habita hoy el mundo denominan como el comienzo de todo.

Los días eran diferentes, el mundo era mas joven, recién nacido, pese a lo cual, ya entonces se cernía sobre él la lejana presencia del enemigo. Pues desde su mismo nacimiento, el pueblo de mi padre había sido concebido para combatirlo. Pero al contrario que ellos, que habían sido creados con un propósito, a vuestro pueblo no le fue dada forma o propósito alguno por ningún poder. Vuestro pueblo apareció, por fruto del puro y simple azar, siendo de esta manera libres de la influencia de un “padre” que diese sentido a vuestra existencia, libres para elegir vuestro propio camino y lugar en el esquema de las cosas.
Cada uno distinto de los demás, no solo en apariencia, sino en esencia. Cuanto os envidiaba mi padre, cuanto os amaba. Pues mientras que su vida estaba encaminada a la lucha contra el enemigo que llegaría, la vuestra estaba encaminada a ser la semilla que se esparciría por el mundo. A vosotros os había sido otorgado el don de crear vida, algo que les había sido negado u obviado a ellos.

Vuestro numero, al contrario que del de los Grudarek, o Dragún Adai (hijos de Adai) como llamaban los hombres al pueblo de mi padre, era escaso, pero crecía día a día. Las alas de los Dargún Adai cubrían los cielos, y las pies de los hombres comenzaban a recorrer la tierra.
Pero vosotros, los padres, los primeros nacidos entre los hombres, no erais como los que ahora pueblan las calles de esta ciudad. Vosotros erais eternos, sois los que disteis origen a las palabras, aquellos de los que reciben su nombre los distintos pueblos que en la actualidad existen.
Vuestro pueblo se hacen llamar los maleri, y para ellos esta es solo una palabra, un sonido carente de significado real. Pero yo conocí a Maleri “el de el porte altivo”, y su compañera Alashi “la del rostro severo”, y veo una pequeña parte de suya en aquellos que, sin saberlo, se proclaman sus descendientes. Aquellos que pueblan las tierras al norte del Malnus, se hacen llamar los shizune, ignorantes del legado que representa ese nombre, o de la mujer que le daría sentido ostentándolo por primera vez. En la lejana Harst, vive un pequeño clan que se hacen llamar los nur, y se que entre ellos pervive el espíritu de su madre, la primera que llevase ese nombre.

Me contaba mi padre que, desde el mismo momento de vuestra aparición, erais una unidad, un solo alma con dos cuerpos.
Mientras los demás buscaban sus iguales entre los primeros nacidos, vosotros conoceríais la plenitud desde el mismo momento de vuestro alumbramiento. El era quietud y reflexión, ella fuego y pasión. Erais tal como sois.

En cierta manera, yo también fui el primero de los mios, el primero de los Yr´draag, pues mi padre sería a su vez el primero de los Dragún Adai en unirse a una humana. De aquella unión, asimismo nacería mi hermana Daegon. Aquella que llegaría a ser mi esposa.

Pese al amor que nos profesaban nuestros padres, Dae´on era el líder de su pueblo, y debía guiarlo en la construcción de las defensas para cuando el enemigo llegase hasta Adai, nuestro hogar. Vandara por su lado, también había contemplado el rostro de la destrucción, y preparaba a los suyos para la confrontación. Ambos estaban con nosotros tanto como podían, pero quienes realmente nos educaría, seríais vosotros.

Daegon tendía a pasar mas tiempo con Laconish, y escuchaba con atención una y otra vez las historias que este gustaba de narrar, historias que surgían de su imaginario, pues la vida tan solo había comenzado, y no habían sucedido aún grandes acontecimientos. Mientras tanto, yo prefería esta con Luara, aprendiendo a combatir, viviendo intensamente cada día hasta acabar exhaustos. Laconish trataría de enseñarme paciencia y relajación, primero con la palabra, y después con la acción.
Mientras Luara me enseñaba la lucha con la espada, o sin armas, Laconish me mostraría la paz del arquero, a contemplar las situaciones en su conjunto, y reflexionar antes de actuar, a dominar mis instintos.

Pero no todo era preparación para el combate, no todo era estudio, también habría momentos de reunión, momentos de simple felicidad. Cada vez que nuestros padres regresaba a la fortaleza de Imshul había una gran celebración, y los rostros de todos vosotros se iluminaban con la música, el baile y la bebida. Pero una vez finalizada la fiesta, tan solo quedabais vosotros, nuestros cuatro padres, sentados alrededor de la mesa dejando que esta vez, fuese el fuego el que iluminase vuestros rostros. Conversando sobre cualquier cosa, desde los temas mas trascendentales, a los mas banales. Hablando y riendo hasta que nos sorprendía la llegada del nuevo amanecer. Aquellos fueron grandes años, momentos que me han acompañado a lo largo de los milenios, haciendo menos pesados los momentos de soledad.

Cuando alcanzamos nuestro primer siglo; la mayoría de edad, llegó el momento de elegir la que sería nuestra forma para el resto de nuestra existencia. Yo elegí esta que tenéis ante vosotros. Elegí ser un hombre, un humano. Alguien fuerte que pudiese proteger a los que amaba de cualquier peligro o daño. Daegon escogió la forma de una mujer, alguien capaz de engendrar vida, alguien que inspirase paz. No volverá a pisar este mundo una criatura como ella, amada por todos, tan llena de vida. En un mundo en el que la palabra amor había sido descubierta, y mantenía todo su significado, ella era la personificación de palabra y concepto.
Que hermosa era. Como, con solo mirarla, hacía que me sintiese afortunado por vivir, por poder compartir mi existencia con ella. Cuanto la echo de menos.

La narración de Dayon, se interrumpió, su voz se había vuelto temblorosa y el apretó los dientes, mientras cerraba con fuerza sus ojos tratando de contener las emociones que pugnaban por salir. Pero aquella era una batalla que jamas había logrado ganar, y se llevó ambas manos al rostro, para que nadie pudiese ver sus lágrimas.
Tras unos momentos de silencio, Dayon descubrió su rostro, y con los ojos aún húmedos, continuó con su historia.

- Pero llegó el día, en el que el enemigo encontró los accesos a nuestro mundo. El día en el que el destructor llegó a Adai.
Estábamos preparados, o eso creíamos.
Kafarnaul había forjado las siete espadas.
Siete llaves para cerrar el camino del destructor.
Armas portadas por siete reyes inmortales.
Los siete reyes dragón.

Las alas de cubrieron el cielo, cambiando el azul y blanco, por negro y verde. Sobre los hombres llovía la sangre de vuestros aliados, mientras combatíais sobre el suelo. La tierra se volvía estéril y se abría cuando caía uno los kurbun, y el mar hervía con su contacto. El equilibrio se había roto, conoceríamos en aquellos días tormentas como jamas había sufrido, y tifones que arrasarían todo a su paso, y el mal pugnaría por dominar en el corazón de todas las criaturas.

Luchamos sin descanso durante un tiempo inmemorial, el cielo cubierto de combatientes, no dejaba pasar la luz del sol. El enemigo tenía todo lo que necesitaba, ya que su sustento eran la muerte y dolor, así no necesitaba mas. Combatimos sin dormir o comer, sin llorar a los caídos, o curar nuestras heridas.
Bajo el mar Matnatur, defendida por Shat´red y su estirpe, permanecía inmaculada, y jamas lograría ser conquistada. En los cielos, los ejércitos dirigidos por Dae´on y Narg´eon contenían con dificultad a sus atacantes. Mas allá de este, en la blanca superficie de Lutnatar los hermanos de Sem´bar y Yur´kahn caían defendiendo su hogar. En el ardiente Sholoj, sus hijos, comandados por Mash´Kar y Noroth´grael defendían de manera encarnizada el brillante astro.
Con el tiempo la lucha se concentraría sobre la superficie de Adai, y allí se unirían las siete huestes en el ultimo combate. Allí caerían los siete reyes, allí caería Dae´on, mi padre, combatiendo contra Shaedon y, de su mano muerta, yo tomaría su espada Sachiel, la que sería conocida como “asesina de hermanos”, para dirigir a los nuestros. Vandara caería poco después, combatiendo al asesino de su esposo.

Todo parecía perdido cuando finalmente llegó hasta nosotros Baal, el destructor. Incluso sus hijos morían ante su mera presencia. Los cielos fueron barridos de toda vida con su sola aparición. Pero el pueblo de mi padre había sido creado para combatirlo, y cumpliendo con esa obligación, se lanzaron en masa contra él, solo aquellos demasiado heridos como para combatir sobrevivirían a aquel día.
Fue en aquel momento, cuando apareció Daegon. Había en ella un brillo como no se había contemplado antes. Como un opuesto al destructor, su presencia aliviaba el dolor, y traía reposo al alma.
Caminando con calma sobre el aire, se acercó hasta la inmensa figura del destructor, haciendo que este se fijase en ella. En su rostro no había reflejado miedo o ira, sino firmeza y determinación en sus dulces facciones.
Aquella criatura no había conocido nada semejante. En los planos que había arrasado, siempre había sido recibido con aquello que esparcía. Las emociones siempre habían sido algo ajeno a él, pues actuaba de aquella manera, pues aquel era su lugar en el esquema de todas las cosas. Quizás fue eso lo que despertó una curiosidad que hasta entonces no había sentido, quizás viese en los ojos de Daegon algo que le faltaba para convertirse en un ser completo, quizás jamas hubiese contemplado une belleza similar. Sea como fuere, el destructor abandonó por un momento su labor, y simplemente contempló a alguien puro, alguien que no le temía ni le odiaba.

Yo lo contemplaba todo desde el suelo sin comprender lo que sucedía. Estaba agotado por años de incesante combate (eso es lo que me digo siempre - pensó Dayon para si mismo), cuando escuché una voz en mi cabeza.

- Mírala - me decía aquella voz - ¿No es hermosa?

Yo no respondí.

- Míralo - continuó la voz - ¿No es él mas poderoso que tú?.
Observa como lo mira. Sabe que él la protegerá mejor que tú.
Observa como la contempla. ¿Como no va a enamorarse de ella?.
¿Vas a dejar que te abandone por los que han asesinado a tu padre?
¿Permitirás que te traicione de esta manera?

Mi cabeza estaba confusa, durante años no había tenido un momento de reposo, un momento para pensar, para estar con ella (trato de excusarme, siempre es así, pero no deja de ser eso, una excusa). En aquel momento, aquello que me decía tenía sentido. No sabía que estaba siendo manipulado por una diosa (eso tampoco me sirve de excusa).
La ira estalló en mi. Asiendo con fuerza la espada de mi padre, surqué los cielos, y con ella atravesé la espalda de Daegon, hiriendo a su vez a su “amante”.
Solo en aquel momento fui consciente de lo que había hecho. Al instante extraje la hoja manchada de sangre, y la arrojé lejos. La sangre no dejaba de manar de su cuerpo, salpicándome. Mi manos - y en aquel momento, Dayon miro sus manos con horror - mis manos estaban cubiertas por su sangre.
La bestia estaba aturdida, no por la herida que le había infligido, sino por ser capaz de sentirla. Otros habían logrado alcanzarla, pero hasta aquel momento, no había sido consciente del dolor, consciente por primera vez de su misma existencia.
Daegon se volvió hacia mi. Su rostro (que hermosa era), no estaba teñido por el dolor o el odio. En él solo había serenidad y paz. Ella sabía lo que yo había hecho, pero con un ultimo beso, me perdonó (algo que yo jamas lograré). Con su ultimo aliento, el aura que la rodeaba se intensificó, hasta cegarnos a todos.
Cuando la visión regresó a nuestros ojos, el cielo volvía a ser azul y blanco. Daegon había expulsado al enemigo, y cerrado las puertas que le daban acceso a nosotros. Pero se había ido, en mis brazos yo sujetaba un cuerpo inerte. Su luz se había apagado (culpable, culpable. Yo soy el causante del dolor del mundo, yo la maté).

- No - dijo Dayon, mientras su rostro se convulsionaba con dolor y furia. Miraba sus manos, con lágrimas contenidas en los ojos, como si entre sus brazos aún sujetase el cuerpo de su esposa.
- No - gritó esta vez, cayendo de rodillas al suelo, mientras abrazaba con fuerza un cuerpo que no estaba ahí. Poco después, su cuerpo se hizo un ovillo, al darse cuenta de que ella ya no estaba.

Luara y Laconish se levantaron de sus asientos de manera simultanea, aquello que les había narrado Dayon no solo lo sabían cierto, sino que había despertado algo dento de ellos. En aquel momento recordaban haber vivido todo aquello. Recordaron el horror de la batalla, el desasosiego de ver morir a Dae´on y Vandara, el dolor al ver morir a Daegon, a la que querían como a una hija. Ahora reconocían a Dayon, su “hijo”.

- ¿Porque continuas atormentándote? - le dijo Laconish, mientras ambos lo abrazaban.
- Sssssh - trató Luara de silenciar el llanto de Dayon - Cálmate mi niño, ya ha acabado todo.
- No ha terminado nada - les respondió furioso consigo mismo Dayon - Mis crímenes no acaban ahí.

Tras el entierro de Daegon, yo fui juzgado. Mi deseo de vivir después de lo que había hecho desapareció por completo, y me negué a defenderme, pero otros hablarían por mi. Vosotros defendisteis mi causa, pidiendo una clemencia que yo no merecía. Otros, como Ulmar uno de cuyos hijos había caído presa del enemigo, uniéndose a sus filas, también habló en mi favor. Mas mi crimen era demasiado grave como para caer en el olvido, y muchos mas hablarían en mi contra. Gente que al igual que yo amaba a Daegon, y que jamas podría perdonármelo.
Pero no solo había asesinado a mi esposa. Al detener aquello que se iniciaba en el interior de Baal, lo había corrompido, dejándolo incompleto. Él había sido una fuerza pura de la destrucción, sin emociones, sin un deseo u objetivo. Pero Daegon había despertado en el las emociones. Algo que, de haberse completado, habría podido poner fin al conflicto. Pero el proceso había sido interrumpido. Baal ahora sentía, pero no era capaz de comprender completamente sus emociones. Estas eran las que le dominaban. La existencia, hasta entonces algo ajeno a él, le había sido dada a conocer. Pero él era la destrucción, y aquel concepto le causaba dolor. A partir de aquel momento, tenía un objetivo: Terminar con el dolor, algo que no desaparecería mientras la mas insignificante mota de polvo hubiera sido extinguida.
La primera emoción verdadera que había conocido y comprendido había sido el dolor, un dolor que yo le causara. Un dolor que le acompañará hasta el final de todas las cosas, hasta que alcance su objetivo.

Fui exiliado a Ilwarath: la tierra de los muertos. Allí, los inagorn, los matadores de dioses, torturarían mi carne, pues mi alma ya estaba destruida, hasta el fin de los tiempos.

No se durante cuanto tiempo permanecí en aquel lugar, pero allí tuve alivio, pues en algunas ocasiones, el dolor físico lograba eclipsar aquel que me destrozaba en el interior.
Pero vosotros no os olvidasteis de mi, osados como no lo ha sido nadie, desafiasteis a los mas altos poderes, viajando hasta mi prisión. Allí os enfrentasteis a aquello que incluso los dioses temen, conscientes del precio que tendríais que pagar por vuestras acciones.
Con tu espada - dijo mirando a Luara - rompiste las ligaduras que me aprisionaban, mientras él asaeteaba a las criaturas que trataban de impedírtelo. Pero no podíais acabar con ellos, nadie, mortal o inmortal, salvo el mismo destructor podía destruirlos. Pero no desfallecisteis.
Una vez me hubisteis liberado, tras besar mi frente, me arrojaste hacia la abertura que habías creado para llegar hasta aquel lugar. En tus ojos vi que sabías que aquella sería la ultima vez que me verías. Mientras volaba sin control hacia mi salvación, pude ver como aquellas criaturas destrozaban vuestros cuerpos, pero vuestras almas, mas brillantes y poderosas que el mismo sol, continuaron luchando hasta que atravesé el umbral que separaba los dos mundos.
Pero con vuestro rescate, tan solo habíais logrado acrecentar mi carga. Pues vuestra muerte también pesaría sobre mi conciencia, y el mundo al que me habíais devuelto no era el mismo en el que un día habitase.

El mundo había cambiado tanto que me era completamente extraño, la muerte de Daegon le había privado de su inocencia, convirtiéndolo en un lugar mas oscuro, mas cruel, indigno del sacrificio que había supuesto su salvación. Los hombres ya no lo llamaban Adai, pues decían que el espíritu que habitaba en el no era merecedor de su devoción, ya que nada había hecho por ellos durante el conflicto. En su lugar, pasaron a llamarlo Daegon, en un cruel ironía del destino. Ya que, pese a ser ella quien diese su vida por todos ellos, jamas deseó adoración, ni un mundo como aquel en el que se había convertido. Pero con el tiempo aquel apelativo también perdería su sentido, para pasar a ser una palabra mas. Por otro lado, mi nombre se había convertido en sinónimo de maldad y traición, siendo el peor apelativo que se le pudiese dar a una persona.
Del pueblo de mi padre apenas supe nada. Casi todos ellos había vuelto al seno de Ytahc (como llamaban ellos a Adai), y los pocos que permanecía despiertos habían partido mas allá de los cielos, buscando un lugar que pudiesen llamar hogar, ya que ellos también se habían sentido traicionados por la tierra que les diese vida. Allí solo quedarían los herederos del legado de los siete reyes dragón. Asereth y Belrotah, Maed Lloar y Kafarnaûl, Huatûr e Yrmus Kril y el ultimo de los hermanos de Dae´on: Shaún´car. Ellos custodiaban las pruertas que cerrase Daegon, a la espera del regreso del enemigo, ellos portaban las siete llaves. Pero su espera era solitaria, pues los hombres ya no recordaban la guerra, ni a aquellos que luchasen a su lado.
Casi todos los primeros nacidos entre los hombres habían muerto, o habían perdido sus ansias de luchar. Muchas de las parejas que se forjaran en los primeros tiempo, se desharían. Sin los padres para guiarlos, sus hijos se disputaban la propiedad de la tierra que pisaban, reclamando derechos que no les pertenecían. Pero estas nuevas generaciones también eran distintas a aquellas que les habían precedido. Cada nueva generación era menos longeva, mas obsesionada con la inmediatez de las cosas, con objetivos a corto plazo.
Las ansias de saber, de conocer, de viajar eran insaciables, y pronto el mundo que les dio vida se les quedaría pequeño, y partirían en busca de nuevos retos, nuevos horizontes, nuevas conquistas. Las tradiciones cambiaban y desaparecían, se creaban y destruían en un parpadeo. Aquel era un mundo demasiado veloz para los inmortales.

Durante mucho tiempo vague sin rumbo. En mi camino conocí a toda clase de personas. Algunos me recordaban lo que antaño fuese la raza humana, y otros me obligaban a ver en lo que se había convertido. Muy pocos quedaban vivos de aquellos que me conocían, pero no deseaba ver a aquellos que me defendiesen en mi hora mas triste, no deseaba recordar. Por otro lado, temía encontrarme con aquellos en los que aún latía un intenso odio hacia mi. Temía desear la muerte a sus manos, convirtiendo de esta manera vuestro sacrificio en algo vano.

No fue hasta que te encontré de nuevo, Luara, que se abriría ante mi lo que sería el objetivo de mi existencia. Pues pese a haber destruido vuestros cuerpos, los Inagorn no habían sido capaces de acabar con vuestras almas. Ya no te llamabas Luara, sino Saba, y nada sabías de mi o tu anterior vida. Te conocí de nuevo en una guerra. Una guerra estúpida, una guerra banal, una guerra de hombres. Tu, como siempre, luchabas por aquello en lo que creías, por aquellos a los que amabas, pero a tu lado no estaba Laconish.
Una vez mas te vi morir, sin ser capaz de evitarlo. Una vez mas mi alma lloró. Tras dejar el lugar en el que te había encontrado, partí en busca de Laconish. Si tú habías regresado, así lo tenía que haber hecho él. El tiempo, hasta aquel entonces algo irrelevante, se me descubrió entonces como algo vital. Mi búsqueda se alargo durante durante años eternos, pero finalmente te encontré. Te hacías llamar Nekeny, tu pasión seguía en el estudio, pero esta vez eran las estrellas las que te llamaban. Vivías solo, pues nadie había ocupado tu corazón como lo hiciese Luara. Te acompañe hasta el día en el que tu cuerpo mortal te falló. Algo había muerto en ti el día en el que pereció Saba, pese a que en aquella vida no llegasteis a conoceros.

En aquel momento comencé una búsqueda febril. Si habíais regresado una vez, estaba convencido de que lo haríais de nuevo. Pero podíais aparecer en cualquier lugar. El hombre había conquistado las estrellas, y solo el azar me permitió encontraros una vez. Así que no tuve mas remedio que pedir ayuda a aquel cuyo odio hacia mi era mas amargo: Huatûr “El contemplador”. Aquel que quizás amase a Daegon mas que yo, pues renunció a ella de buen grado, al saber que era conmigo, su amigo, con quien ella deseaba compartir sus días. Sacrificó su felicidad para que ella obtuviese lo que deseaba.

- Cuida de ella - me dijo con una sonrisa cargada de tristeza en su rostro - Hazla feliz.

El siempre había sido un gran observador, alguien invadido por la curiosidad, el ansia de saber el porque de las cosas. Si existía alguien capaz de decirme donde, o la razón de vuestras apariciones, aquel era Huatûr.
Lo encontraría en Olen´Dogar, el quinto pico, el lugar de cuya blanca piedra surgiese en un lejano día. Desde allí, desde la pálida Lutnatar, contemplaba en soledad la figura de Ytahc, a la que los hombres llamaban Daegon, recortada en la negrura del espacio.
Mi llegada no le sorprendió, ya que pocas eran las cosas que escapaban a su visión.

- ¿A que has venido? - me preguntó con frialdad y odio contenido.
- He venido pues necesito de ti - le respondí - Necesito de tu conocimiento.
- Mi conocimiento es mi bien mas preciado, ¿que te hace creer que te lo entregaría?. Ya en una ocasión te confié algo irreemplazable para mi, y lo destruiste. No cometeré ese error de nuevo.
- Jamas podré compensar la perdida que cause, así como jamas podre perdonármelo. De tener otra opción, te habría evitado el dolor de mi visión, mas lo que me trae hasta aquí, es algo que que...
- No oses siquiera pronunciar su nombre - me interrumpió iracundo, mirándome por primera vez - No la uses como excusa.
- Necesito saber del destino de las almas de Luara y Laconish - le urgí - Ella misma te lo pediría de...
- ¿De continuar viva?, ¿de no haber sido asesinada por ti?, ¿no te has parado a preguntar por el paradero de su alma?, ¿sobre la posibilidad de su vuelta?, ¿o sobre las almas de Dae´on y Vandara?. Por supuesto que no, te arrastras en tu propia auto compasión, dejas que la culpa te domine, recreándote en tu bajeza.
- ¿Han vuelto también ellos? - pregunté maldiciéndome a mi mismo por no haberme hecho aquella pregunta.
- No.
- ¿Tanto me odias?, ¿porque me haces albergas esperanzas, solo para arrebatármelas al instante siguiente?.
- Desearía odiarte, desearía creer que aquello que hiciste fue por voluntad propia. Mas se que no fue así. Tu crimen es la debilidad, y el mio el no haber querido verlo en su momento. Verte me recuerda mi fallo y mi pérdida, verte me causa dolor y cólera. No te odio, Dayon hijo de Dae´on, te desprecio y me das lastima. Desearía no sentir compasión por aquel a quien llamé amigo.
- Entonces, ¿me ayudaras?
- Te ayudaré, pero por aquello que compartimos te doy esta advertencia. El conocimiento que ansías tan solo te acarreará mas dolor. Debes saber que lo que hagas con ese conocimiento también sera responsabilidad mía. Si haces un uso inadecuado de él, no cejaré hasta destruirte.

En aquel momento asentí, ignorante de lo ciertas que serían sus palabras. De esta manera me guió a través de las entrañas de Lutnatar, hasta su mismo corazón, Kay Tíndawe, las estancias de los espejos. En aquel lugar, suspendidas de la nada nos rodeaban ventanas hacia otros mundos. Allí contemplé de nuevo el rostro del enemigo, presencié como los hombres alcanzaban estrellas lejanas, como el señor de los muertos contemplaba desde su yelmo vacío las hileras de almas, como criaturas etéreas surcaban los abismos elementales. En aquel lugar comprendí la pasión que embriagaba a Huatûr, su ansia de conocimiento. A través de uno de aquella de aquellos espejos, contemplaría por primera vez a Sakuradai, la tejedora.

- Ella tiene las respuestas que buscas - me dijo Huatûr - Si tal es tu deseo, te enviaré a Kayûr Imael.

De nuevo, mi respuesta fue afirmativa. Nos despedimos sin intercambiar palabras, o siquiera mirarnos a la cara. Me entristecía irme de aquel lugar sin haber sido capaz de congraciarme con él, pero comprendía que ciertas cosas jamas podrían ser olvidadas.

Atravesando el espejo, llegaría hasta el hogar de Sakuradai, Kayûr Imael, el hogar de la tejedora. Entonces yo nada sabía de ella o de su función. Mi objetivo era una respuesta, aunque temía que esta fuese negativa tras el dolor que me vaticinase Huatûr. Pocos han visitado aquel lugar a lo largo de la historia, pues aquel que contempla el rostro de su señora, contempla el momento de su muerte.
Pero yo ignoraba tales cosas, y aquella ignorancia me hacía atrevido. Me aventuré sin dudarlo, convencido de que ya nada podía causarme mas dolor del que padecía. Lo mas temible que podría decirme aquella mujer, era que jamas volvería a veros, o eso era lo que yo creía.

El lugar parecía desierto. Los ecos de mis pasos resonaban de una manera extraña, como si el sonido no se propagase por toda la estancia, sino que se quedase anclado en el lugar en el que había sido producido. Las estrellas que pendían en aquella oscuridad perpetua, también se mostraban extrañas, pues en nada se parecían a aquellas que aparecían sobre los cielos de Daegon. Trate de buscar alguna forma o dibujo conocido en aquel firmamento, solo para descubrir que había sido enviado a un lugar ajeno a los que había conocido con anterioridad.
Sin previo aviso, ante mi apareció una figura femenina. Su cuerpo, así como su rostro estaban cubiertos por un largo manto negro que parecía fundirse con el firmamento. Su rostro oculto parecía mirar hacia el suelo, como fuese presa de la timidez o la vergüenza. Tras unos momentos de espera, no hizo ademán de moverse, por lo que fui yo quien se acercó hacia ella.

- ¿Quien eres? - pregunté. No hubo respuesta, pero tampoco sentía que aquella delicada figura desease causarme daño alguno, por lo que continué avanzando.
- ¿Eres tú quien posee las respuestas? - pregunte de nuevo, una vez frente a ella - ¿Eres tú la tejedora?

Lentamente su cabeza se alzó, para que pudiera ver lo que había mas allá de la oscuridad que proyectaba la capucha. Pero ahí donde esperaba contemplar un rostro, mis ojos se vieron asaltados por un aluvión de imágenes. Imágenes de mi futuro, imágenes de mis encuentros y desencuentros, de mis errores y flaquezas, hasta el momento de mi muerte.
Abrumado por lo que había contemplado, caí de rodillas al suelo, negándome a creer lo que había visto, pero sabiendo que todo era cierto.
Las manos de la tejedora retiraron la capucha que cubría su rostro, dejando al descubierto la expresión de eterna tristeza que inundaban las hermosas facciones que había sustituido a la oscuridad oculta bajo la capucha. Durante un momento dirigió su melancólica mirada hacia mi, antes de dejarme de nuevo en la soledad de mi dolor. La locura quiso apoderarse de mi, pero me negué a rendirme. Aquello que había visto jamas sucedería, no lo permitiría, no fallaría de nuevo, como lo había hecho hasta entonces.

Durante milenios vagaría por el mundo. Contemplaría como los hombres destruían casi todo lo que habían construido, y su nuevo comienzo. Estaría presente con la llegada de los jóvenes dioses a los que adorarían, los tayshari, y participaría en la absurda guerra de mis hermanos contra ellos, y como esta cambiaría la faz del mundo. Presenciaría la creación de sus nuevos hijos, y como estos se esparcirían por el mundo. Me maravillaría con el resurgimiento de los hombres y las nuevas razas, y como regresarían a las estrellas, y contemplaría de nuevo su caída por el orgullo y la arrogancia de unos pocos.
Aquellas imágenes jamas me abandonarían , y tal como predirían, fracasaría una y otra vez en mis intentos. Fracasaría en tratar de evitar el regreso de Baal, fracasaría tratando de detener a Shaedon antes de que, al igual que hiciese con mi padre, acabase con la vida de Shaún´car. No sería capaz de retomar de su mano muerta a Sachiel, pues el recuerdo de lo que había causado con ella me paralizó, granjeandome esta vez si, el odio de Huatûr. Tendría que ser uno de los jovenes tayshari; Tarakus, quien librase aquella batalla por mi. Las siete llaves se perderían, y tendría que ser nuevamente una mujer, una tayshari; Korian, quien se sacrificase para detener al destructor.
Una y otra vez me reuniría con vuestras encarnaciones, y jamas lograría haceros recordar. No lograría reuniros de nuevo, y os vería morir un millar de veces.

Hasta aquí me ha traido mi vagar, nuevamente hasta vosotros. Pues mi sino es veros morir sin ser capaz de evitarlo. Aunque esta vez sera mas duro, pues esta vez estais juntos. Esta vez habéis recordado. Esta vez podríais haber sido felices, de no tener relación conmigo. Pues ellos no hubieran venido hasta aquí, de no saber que yo os buscaría.
Las cicatrices de tu espalda, Luara, son los vestigios de tus vidas pasadas. De los combates que has librado a lo largo de todas tus existencias, de las batallas en las que has salido victoriosa. Tus visiones, Laconish, son el legado de todo lo que has vivido, y el adelanto de lo te queda por vivir en esta, y que viviras en las siguientes. Estos son los designios que ha seguido el enemigo para dar con vosotros, para dar conmigo.

- Prometedme que no combatireis, que trataréis de huir de la ciudad - les suplicó Dayon - Permitid que el circulo se cierre, que no tenga que verme obligado a contemplar de nuevo vuestras muertes.
- ¿Y que sería de ti? - preguntó Luara - ¿Que sería de la ciudad?
- La ciudad caerá de todas formas - le respondió Dayon, mirandola con frialdad - Mi momento aún no ha llegado. Vuestra presencia aquí no cambiará nada. No participeis en una lucha perdida de antemano.
- ¿No es eso lo que has estado haciendo tú durante tanto tiempo? - le replicó Laconish - Las batallas no se ganan o pierden antes de comenzar. Si realmente creyeses tal cosa, no habrías venido hasta aquí.
- ¡¿Vais a arriesgar vuestras vidas y la de vuestro hijo bajo esa suposición?! - les gritó Dayon desesperado y enojado - ¡¿O hareis lo que esté en vuestra mano para verlo nacer?!.

Todos guardaron silencio. Dayon se sentia avergonzado por haber tenido que utilizar aquello, por haberlo sacado a colación. Por su parte, la imagen de la muerte de Luara, que tantas veces se había repetido en la mente de Laconish, era algo que este no podía apartar de sus pensamientos después de aquel comentario.
Luara no sabía que decir. Por una parte se sentía colérica por por las palabras que había formulado Dayon, pero no podía obviarlas. En su mente se formaban los rostros de todos aquellos a los que conocía en la ciudad, de aquellos por los que sentía aprecio. No deseaba dejarlos, sentía como si los abandonase a su suerte. Pero no podía evitar pensar que Dayon tenía razón, ella solo era una mujer. Conservaba los recuerdos borrosos de otras vidas, emociones confusas de momentos de gloria y dolor vividos en tiempo inmemoriales, pero su presencia en el campo de batalla no cambiaría nada. Su familia; los suyos, debían ser su prioridad.

- De acuerdo - dijo Luara rompiendo el silencio - Trataremos abandonar la ciudad - la vergüenza y el dolor que sentía por tomar aquella decisión se veían claramente reflejadas en su rostro cabizbajo. Algo en su interior pugnaba con fuerza por cambiar lo que acababa de decir, y se sentía egoísta por anteponer su familia a su pueblo, a la par que se sentía egoísta por querer anteponer su pueblo y su orgullo antes que su familia.
- La decisión esta tomada - dijo Laconish, mientras agarraba con fuerza las manos de Luara a su espalda, tratando de confortar y dar fuerzas a su esposa.
- El grueso de sus fuerzas atacará por el este - comenzó a decir Dayon - La ruta de huida mas probable es seguir la corriente del río, y tratar de ocultarse bajo sus aguas cuando pase junto a los campamentos situados a las orillas. Si os apresuráis quizás podáis estar cerca de la muralla antes de que comience el ataque.

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El viento soplaba con fuerza agitando violentamente las banderolas que ondeaban en las murallas. En uno de los puestos de guardia, faltaba una persona, pero sus compañeros estaban demasiado atareados como para preguntarse por aquella ausencia. La voz de alarma había sido dada, y todo aquel capaz de alzar un arma se encontraba entre las almenas.
Al otro lado, una enorme masa de hombrea avanzaba como si de las imparables olas del mar se tratase. El entrechocar de sus armas y armaduras hacía temblar la tierra, y sus arengas y gritos de batalla minaban la moral de los defensores de la ciudad.
Las flechas volaban en ambas direcciones, provocando bajas entre los dos ejércitos. Las máquinas de asedio, como colosos de madera metal y piel, se acercaban lenta aunque inexorablemente, dando tiempo a que los hombres apostados en la muralla pudiesen rezar sus plegarias antes de encaminarse al combate cuerpo a cuerpo.

En la lejanía, flotando sobre aquella escena, Dayon contemplaba con desasosiego la inminente batalla. Pronto le llegaría el momento de actuar, pronto atacarían los kurbun.
No sentía ningún vinculo especial por los hombres que se encontraban bajo él, pero no podía evitar el sentir tristeza por el desperdicio de vidas que se estaba llevando a cabo. Pese a sentirse mas afín a los defensores de la ciudad, no intervendría en su favor, pues consideraba injusta su participación en una refriega humana. Pero pronto se vería involucrado. En aquel lugar se habían desatado fuerzas que nunca deberían haber sido convocadas a aquel conflicto. Fuerzas que habían aparecido bajo el reclamo de su presencia.

- Esta vez será distinto - se repetía.

Había dejado a Luara y Laconish a salvo. Le habían dicho que huirían. Los había abandonado al llegar junto a la muralla. Ya habían pasado varias horas. En aquel momento deberían esta lejos de aquel lugar.
Pero no podía evitar el recuedo de la mirada de Luara antes de la despedida. El ruego mudo que le pedía al mismo tiempo que les acompañase, y que defendiese la ciudad. La mirada de alguien que sufría por la decisión que se había visto obligada a tomar. Una mirada que había sido causada por él.
Tomó aire, y trato de calmarse, de centrar sus pensamientos. Le esperaba una batalla dura. Si realmente había logrado alterar el devenir de los hechos, ya nada de lo que había contemplado en el rostro de Sakuradai poseía validez. A partir de aquel momento era libre de las ataduras del destino, pero aquella libertad podía implicar una muerte prematura.
Entonces los vio. Habían estado allí todo aquel tiempo. Cuatro figuras negras que cubrían las estrellas y provocaban el estremecimiento en aquellos que las contemplaban. Al comenzar su vuelo, una densa niebla se formó hasta donde alcanzaba la vista, tal como ya viese Dayon incontables de milenios atrás.
Tal como debía hacer, se interpuso en el camino de las figuras. Para los ojos de Dayon, aquellos seres carecían de rasgos. No les habló, pues nada de lo que les dijese evitaría que realizasen su labor. Ellos tampoco emitieron sonido alguno, pues el habla no era una de sus capacidades. Ellos eran miedo y destrucción, muerte y dolor. Eran ajenos a toda emoción.
Con lentitud y parsimonia, como siguiendo un ritual, las cuatro figuras rodearon a Dayon. Cuando hubieron completado su oscuro movimiento, atacaron como uno solo.
Dayon logró acertar a uno de ellos, antes de detener los ataques de los otros tres, y este cayó derribado hasta golpear contra el suelo. Aquellos sobre los que aterrizó, se volvieron polvo antes siquiera de entrar en contacto con la criatura, y varios centenares mas murieron solo con su cercanía. Allí donde había aterrizado, se creó un vacío en las tropas atacantes. Aquellos que quedaban en pie no contemplaban una criatura asexuada, sino que ante sus aterrorizados ojos aquel ser cobraba poder, tornándose una bestia mas alta que las murallas armada con dos espadas, una llameante, y otra de negro filo que desprendía fragmentos de oscuridad cuando era blandida. Sus ojos eran simas sin fondo en las que se precipitaban las almas de aquellos que osaban mirarlos, y de su espalda surgían dos alas membranosas cuyos aleteos derribaban las gigantescas máquinas de asedio como si estuviesen hechas de papel. Su larga cabellera negra alcanzaba hasta el suelo, y aquellos tocados por ella eran descuartizados como si les golpease un centenar de espadas de imposible filo.
La batalla se detuvo, mientras aquella criatura alzaba el vuelo de nuevo, ignorando tanto a los hombres que ya habían abandonado sus armas, y huían aterrorizados, como a aquellos que no lograban hacer que sus cuerpos les obedeciesen.
Aquellos tan valientes, o estúpidos como para seguir con la vista a la criatura que se alejaba, lograron contemplar a otras tres figuras similares, combatiendo contra la minúscula forma de un hombre.
Dayon, para quien el miedo por aquellas criaturas ya había perdido su significado, continuaba luchando contra los hermanos del caído. Contra él solo les quedaba el poder físico crudo, ya que adoptaban la forma de la criatura a la que mas temiese su víctima. De cualquier modo, su poder era grande, y el hijo de Dae´on se veía en dificultades para contener a los tres enemigos contra los que luchaba en aquel momento.
Viendo el regreso de aquel al que había derribado, ignoró a sus atacantes, y decidió rematar a aquel al que ya había herido. Pese a su velocidad, uno de sus rivales logró alcanzarle en la espalda. Herido continuó su carga descendente, y con su espada por delante, la empaló en el pecho de su rival, cayendo en picado esta vez los dos. Uno de los brazos/espada del kurbun logró desgarrarle el vientre mientras caían, antes de morir.
El resto de sus rivales, que el seguían de cerca, arremetieron contra él, permitiéndole el tiempo justo para extraer su espada del cadáver del caído, antes de arrojándolo a varios metros de distancia con sus golpes.
Sin dejarle tiempo a recuperarse, cargaron nuevamente a una velocidad cegadora. Durante varios minutos, lo único que pudo hacer Dayon fue defenderse, incapaz de situarse en una posición desde la que poder lanzar un ataque, pero aún así, no pudo evitar todos los ataque, y decenas de cortes recorrían su cuerpo.
Repentinamente, uno de sus adversarios se apartó de la refriega al ser impactado por un golpe.

- No - gritó Dayon mientras, ignorando cualquier acción defensiva, se lanzaba a atacar como un poseso.

Luara estaba allí, como Dayon sabía que sucedería, pese a desear con toda su alma que no fuese cierto. Su rostro se veía sereno, a pesar de que el fuego de la ira relucía tras sus ojos. Aquella no era la mirada de la mujer que Dayon había dejado junto a la muralla, aquella era una mirada que no había contemplado en milenios, la de Luara, de los primeros nacidos entre los hombres. El viento se agitaba a su alrededor, como si fuese una proyección de su espíritu, despejando la niebla que cubría aquel lugar, y agitando con violencia sus ropas y su larga melena.
Sus otros dos atacantes se volvieron hacía la nueva combatiente, conocedores de que con la muerte de ella, lograrían causarle mas dolor a Dayon que con cualquier herida que le causasen a él.
Una flecha impactó en el rostro de uno de los kurbun. A escasos metros de allí se encontraba Laconish, colocando una nueva flecha en su arco. No había prisa ni precipitación en su mirada, serena como solo podía serlo la suya. Con precisión apuntó, y otro proyectil partió hacia su objetivo. Aquel pedazo de madera, ajeno al vendaval desatado sobre el lugar del combate, impactó en el hombro de su objetivo, hundiéndose en él hasta desaparecer por completo. Pese a que las armas mortales no eran capaces de herir a los kurbun, aquellas vulgares flechas lograban dañarlos, ya que eran impulsadas por la fuerza de incontables brazos, por un alma forjada a lo largo de un millar de vidas. Laconish era en aquel momento un hombre completo. Recordaba quien era, había sido, y sería, y aquello hacía de él la suma de todos ellos.

Dayon ya había presenciado aquella escena, y sabía como finalizaría. Ignorando el dolor trató de interponerse entre Luara y sus oponentes, pero fue frenado por uno de ellos. En su semblante sin rostro le pareció contemplar un gesto de burla del destino, una cruel mueca que le recordaba lo que nuevamente perdería en aquel día. Mientras se enzarzaba en combate con él, no podía evitar rememorar el combate que estaba teniendo lugar a su alrededor.
Veía como Laconish abandonaba su arco, cuando su adversario llegaba hasta él, y como desenfundando su daga larga, esquivaba sus ataques. Sus pies parecían no pisar el suelo, y sus movimientos parecían una danza alrededor de su rival, girando constantemente para situarse a su espalda y asestarle pequeños cortes que apenas lo ralentizaban.
Luara combatía fieramente, intercambiando estocadas con su enemigo. Con cada golpe detenido, su espada se mellaba y agrietaba. Ella era consciente de ello, y trataba de evitarlos, pero la velocidad de su contrincante le obligaba a interponer su arma como defensa. En dos ocasiones logró acertar sendos golpes que alejaron a la criatura, pero pronto se quedaría sin arma e indefensa.
En un intento desesperado, se abalanzó contra él, evitando sus ataques, hundiendo la hoja de su espada hasta la empuñadura. La criatura, pese a encontrarse mortalmente herida, se giró haciendo que la hoja se partiese, dejando a Luara tan solo con la empuñadura.

- Huye - gritó Dayon desesperado.

Pero no quedaba tiempo, ambos estaban demasiado cerca como para que Luara pudiese evitar los últimos ataques del kurbun. Mirando a su rostro vacío, arrojó la empuñadura que sujetaba y se dispuso a continuar aquella lucha ya perdida.
Laconish, trató de evadirse de su adversario, pero este aún era lo suficientemente rápido como para interponerse en su camino. Dayon, al que sus heridas lo hacían tambalearse, nada podía hacer. Lo único que les quedaba era contemplar como ella moría combatiendo.

En aquel momento, una luz surgió del vientre de Luara. Un aura que se extendió por todo su cuerpo hasta cubrirla por completo. Con las manos desnudas, agarró los brazos de su atacante, y lo obligó a arrodillarse.
Aquel aura luminosa parecía dañar al kurbun, que se veía indefenso ante Luara. Poco a poco, la luz fue extendiéndose a lo largo de todo el cuerpo de la criatura, hasta que no quedó nada de ella.
Los dos kurbun restantes, al ver aquello, se alejaron del combate. Continuar luchando era ya algo futil. Eran inmortales, con el tiempo llegaría el momento de finalizar lo que habían comenzado aquel día.

Dayon cayó de rodillas, apoyándose sobre su espada mientras tosía sangre. Sus heridas eran mortales.
Sus “padres” lo recostaron en el suelo con preocupación y dolor en sus rostros. Sabían que solo le quedaban minutos de vida. Sus lágrimas mojaban el rostro de Dayon, que los contemplaba en silencio, buscando palabras que pudiesen reconfortarlos. Moría, pero lo hacía feliz al contemplar el resurgir de aquellos a los que creía condenados para siempre.

Una nueva figura se materializó a través de la niebla. Los tres lo conocían, era Huatûr, “el contemplador”.

- Finalmente lo has logrado - dijo, con fingida frialdad, tratando de ocultar el dolor que le causaba ver a su antiguo amigo tendido en su ultimo lecho.
- Si - respondió Dayon.
- Nunca te desee mal alguno, Dayon, hijo de Dae´on. Nunca desee tu muerte.
- Mírala - dijo Dayon con una sonrisa iluminando su rostro - A venido a llevarme con ella. ¿No es hermosa?.
Ante sus moribundos ojos se había aparecido la figura de Daegon. En su rostro no había odio o rencor, sino perdón y serenidad.
- ¿Como no verla? - mintió con voz temblorosa, mientras las lágrimas comenzaba a brotar lentamente Huatûr, aquel ante cuya mirada nada podía ocultarse - Siempre fue hermosa la mas hermosa de todas.

arcanus

Kuunsej

Kuunsej

La noche era cerrada sobre Nimaes. Las calles de la aldea estaban desiertas y las únicas luces que alumbraban la ocuridad eran las de la luna oculta tras oscuras nubes y la de las estrellas que la acompañaban.
Reyda esperaba acechando en un callejón, sin perder de vista el gran árbol situado en el centro de la plaza. Llevaba un grueso abrigo de piel de oso para protegerse del frío de la noche, y su larga cabellera negra estaba recogida en una trenza, para que no le impidiera ver en todo momento el árbol, así como el camino que llegaba hasta él desde el sur.

- Tiene que venir - se repetía mentalmente a si misma - siempre viene en esta noche.

A pesar del abrigo, el viento golpeaba en su rostro, y tan solo esto era lo que la mantenía despierta. La excitación de los días anteriores había hecho que durmiera muy poco, y ello le estaba pasando factura en esta noche, precisamente la noche en la que quería permanecer despierta. Hoy se lo preguntaría.

Pero la noche transcurría y no escuchaba los pasos del desconocido. Los segundos parecían horas y sus párpados cada vez se le hacían mas pesados. Cogió el pellejo con agua que colgaba de su cintura y tomo un breve trago, esto la despertó levemente, pero hizo poco por animarla, esta noche se le hacia eterna y él no llegaba, tantos años esperando y cuando finalmente se había decidido el extraño no aparecía. Mil preguntas se arremolinaban en su cabeza.
¿Se habría equivocado de noche?, estaba segura de que no era así, quinto día del segundo lukata de Grimlain, llevaba demasiado tiempo viéndole para equivocarse en algo tan estúpido, pero a pesar de la certeza, la duda seguía ahí.
¿Le habría pasado algo?, podría ser, al fin y al cabo no sabia nada de aquel hombre, podría ser cualquier cosa. Quizás era un mercenario y había caído herido o muerto en alguna batalla. Tal vez había sido atacado en algún camino, o era un espía o un asesino y había sido hecho prisionero. Incluso podría haber muerto de viejo, nunca le había visto el rostro, quizás era un anciano y le había llegado su hora.

Recordaba como si fuera ayer la primera vez que le vio, tan solo tenia siete años, pero aquella noche de hace doce años nunca seria capaz de olvidarla, la noche en la que murieron sus padres.

Llegaron con la niebla y la noche. Las figuras se movían con suavidad, como si sus piernas se deslizaran sobre el suelo sin siquiera tocarlo. Sus siluetas se iban haciendo mas nítidas según se adentraban en la aldea, grabando sus aterradoras formas en las retinas de aquellos que les contemplaban.
Reyda los había seguido desde el bosque. Aterrada, pero a la vez extrañamente atraída por aquellas presencias. Contempló horrorizada como, uno a uno, caían ante aquellas criaturas los cuerpos sin vida de aquellos a los que conocía. Quería gritar, decirles que huyeran, pero tan solo podía mirar paralizada. Las lagrimas brotaban de sus ojos, recorriendo su rostro con lentitud, hasta llegar a la comisura de sus labios, incapaces de proferir sonido alguno.

Fue entonces cuando apareció él. La niebla parecía arremolinarse y apartarse de su camino, como si se tratara de algo vivo. Su sola presencia hizo que un estremecimiento recorriera todo el cuerpo de Reyda, como advirtiéndole de que no mirase, pues lo que sucedió acto seguido fue la lucha mas extraña que presenciaría jamás.
Las criaturas abandonaron todo aquello que estaban haciendo, agrupándose para recibir al recién llegado. En aquel momento parecían extrañamente humanos, como si la sensación de temor que le había paralizado hasta aquel momento, hubiera sido desterrada por una aun mayor procedente del extraño.
Las figuras parecían fusionarse con su rival con cada golpe, como si sus armas fueran extensiones inmateriales de sus propios cuerpos. El extraño esquivaba sus golpes con aparente facilidad, apartándose tan solo lo necesario para evitar los golpes, mientras su brazo deslizaba la espada que portaba de una manera feista, pero increíblemente efectiva. No se parecía en nada a las luchas escenificadas por los artistas ambulantes que había visto Reyda en la aldea. No habían alardes ni pasión en aquel hombre, tan solo fría eficacia.
Cuando el extraño hubo acabado con las criaturas, continuó su caminó hasta llegar al gran árbol que gobernaba la plaza central de la aldea y, una vez allí, se arrodillo ante él. Así permaneció, inmóvil, durante lo que a Reyda se le hicieron eternos momentos hasta que, tras alzarse, abandonó la aldea igual que había llegado hasta ella, perdiéndose en la lejanía.
A lo largo de los últimos doce años, aquel hombre había repetido aquel ritual y, en todas aquellas ocasiones, Reyda había sido testigo de ello, incapaz de acercarse a él.

El sonido de unos pasos devolvió a Reyda al momento en el que se encontraba, sacándola de los dolorosos recuerdos.

- No puede ser el extraño - se dijo - El nunca mete ruido.

Se asomó con cautela por las esquina, invadida por la curiosidad. Una figura familiar, portando una lámpara de aceite, que se balanceaba ante su rostro, lograba adivinarse en la oscuridad; era su tío Onsul.
Reyda volvió a retroceder tras la pared en la que estaba oculta. Desde que vivía con él y con su tía, rara vez le había visto salir tan adentrada la noche. ¿Se habrían dado cuenta de que no estaba durmiendo en su habitación?. Aunque, también era cierto que ella no acostumbraba a estar levantada tan tarde.
Onsul se alejó con paso calmado de la puerta de la casa adentrándose en los campos que rodeaban a la aldea. En un principio Reyda no fue capaz de adivinar la dirección que había tomado, pero enseguida situó el final de aquella caminata; las tierras mortuorias.
Según se alejaba, su figura corpulenta se iba convirtiendo tan solo en una sombra recortada contra la luna, hasta que, finalmente, se detuvo para arrodillarse ante el lugar en el que descansaban los restos de su hijo.
En todo el tiempo que había vivido con ellos, nunca hablaban de él, así como tampoco había tenido una conversación sobre su padre con él. Lo cierto era que hablaba muy poco con sus tíos. Eran buena gente, y los quería mucho, pero desde aquel fatídico día, toda la gente del pueblo había cambiado. Como si algo en el interior de cada uno de ellos hubiera muerto. Aquellas criaturas no había acabado tan solo la gente, sino también con el futuro de la aldea, pues Reyda era la única persona joven que sobrevivió.
Hasta aquel momento, Reyda no se había apercibido del dolor que acarreaban sus tíos, teniendo que criar a una niña que no era suya, sin tener siquiera tiempo para llorar lo que habían perdido.
Viendo a su tío arrodillado ante aquella tierra yerma, Reyda se sintió mal. Quizás si ella no hubiera estado en el bosque aquella noche, las criaturas se la habrían tomado en lugar de su primo, quizás el dolor de aquel hombre que la había criado fuera menor.
Apoyada contra la pared de madera tras la que se encontraba oculta, Reyda no se vio con fuerzas de mirar nuevamente, hasta que el sonido de las pisadas volvió a sonar, primero acercándose desde las tierras mortuorias, para volver a alejarse hasta perderse en dirección a su casa.
No supo cuanto tiempo había transcurrido desde aquel momento pero, entonces, se vio invadida por una sensación ya conocida. Era él. Ya había llegado.
Reyda trató de reunir fuerzas para incorporarse, pero sus piernas le fallaban. La melancolía y la tristeza habían sido sustituidas por el terror. El nudo que la atenazaba el estomago desapareció, ascendiendo hasta su garganta. Realizando un esfuerzo sobrehumano, logró asomarse a la esquina para contemplar su figura.
Se encontraba cubierto por la sombra del gran árbol, como si formara parte de ella. Vestía un abrigo largo y ligero de color negro, que era mecido por el viento, junto a las alas de su sombrero.

- Acércate, si ese es tu deseo - dijo con una voz glacial. No miraba en su dirección, pero Reyda supo que era a ella a quien se dirigía - Nada debes temer de mi.

El viento se tornó aun mas gélido mientras las palabras eran pronunciadas. Reyda continuaba inmóvil, tratando de reunir las fuerzas necesarias para moverse, unas fuerzas que le habían fallado hasta aquel día.

- Levántate - se dijo furiosa consigo misma - Se volverá a ir, y no habrás podido hablar con él.

Lentamente, comenzó a moverse. Sus articulaciones estaban adormecidas por el frío, el miedo y la inmovilidad, respondiendo con torpeza a las ordenes que les daba, miles de diminutas criaturas parecían tratar de pugnar por salir de su estomago, pero esta vez no les dejaría ganar.
Tímidamente surgió del callejón, acercándose con cautela hasta el extraño. El viento parecía haber cesado, a pesar de que el frío continuaba incrustad en sus huesos. Lo único que era capaz de escuchar era el acelerado sonido de los latidos de su corazón, así como su agitada respiración.
El extraño ni tan siquiera se giró. Continuaba inmóvil, encarado hacia el árbol, como quien realiza una acto religioso. Ni siquiera su largo abrigo parecía moverse. Todo el parecía una inerte estatua de oscuridad, que destacaba en la noche como un faro.

Reyda continuó caminando hasta situarse a la derecha del extraño, una vez allí, se detuvo y, reuniendo las fuerzas que le quedaban se giró para contemplar su rostro. Una cortina de negrura proyectada por su sombrero ocultaba sus ojos. Sus facciones frías y alargadas componían un mascara inexpresiva, aunque a través de ella se lograba adivinar un gran dolor.

- ¿Quien sois? - preguntó finalmente Reyda.
- Nadie cuyo nombre merezca ser conocido - respondió el extraño.
- ¿Por qué… - comenzó a preguntar Reyda.
- Se lo que buscas - la interrumpió el extraño - Buscas respuestas, una razón para los sucesos que acontecieron aquí, hace ya tanto tiempo. Buscas que te diga que la muerte de tus seres queridos, que todo el dolor que has sufrido, tiene un significado, un fin último. Buscas que te mienta.

La voz del extraño carecía de emoción alguna, pero Reyda supo que sus palabras eran ciertas. Lentamente, cerro los ojos, y apartó la mirada del rostro cubierto de sombras de aquel hombre.

- ¿Por qué vienes aquí cada año? - dijo mirando al suelo, tras unos instantes de tenso silencio.
- Vengo a visitar el lugar de reposo de dos viejos amigos - respondió el extraño.
- ¿Hay gente enterrada bajo este árbol? - preguntó incrédula Reyda.
- ¿Acaso no conoces la historia de este árbol? - preguntó el extraño.
- Siempre ha estado aquí - respondió Reyda - Ya estaba aquí antes de que la aldea fuera construida.
- Ya estaba aquí antes de que los ancestros de tus padres nacieran - dijo el extraño.
- ¿Qué tiene de especial este árbol? - preguntó Reyda.
- Su historia se remonta a los tiempos antiguos - comenzó a decir el extraño - Los tiempos en los que otros moraban estas tierras, y los dioses estaban olvidados. Cuando los hombres trabajaban la tierra, y los ailanu gobernaban desde los cielos.

- ¿Cuál es su historia? - preguntó finalmente Reyda - ¿Qué te ata a él?
- Se llamaba Senkaú - comenzó narrar el extraño - Todo comenzó con él.

Nació y se crió en una pequeña aldea, como podría ser esta misma. A pesar de el tiempo que separa su historia de esta tuya, las cosas no eran muy distintas. Los jóvenes deseaban abandonar el campo, escuchando la llamada de la ciudad. Cambiar el adobe por el cristal, la piedra y el metal.
Senkaú era demasiado joven todavía para escuchar la llamada de la ciudad. El disfrutaba jugando con su perro, así como con aquellos demasiado jóvenes para estar trabajando en los campos.
Pasaba hambre, pues la tierra no era generosa pero, a pesar de ello, creció sano y fuerte, allí donde sus amigos enfermaban él parecía inmune a todo mal. Se decía que estaba protegido por alguna fuerza superior y, en cierto modo, así era.
Solo contaba con cinco años cuando lo vio por primera vez. A los ojos del joven Senkaú, aquel hombre se asemejaba a uno de aquellos dioses cuya existencia era negada por los ailanu. Su figura se le hacia irreal, así como el paisaje que le rodeaba.
En aquel lugar, las plantas poseían colores vivos, como si alguien las hubiera extraído de un cuadro, para plantarlas posteriormente en aquel lugar. Su belleza era casi etérea, como los recuerdos lejanos de aquello que soñaste y luchas por mantener en tu memoria.
A pesar de que no soplaba viento alguno en aquel lugar, todo parecía mecerse como si una suave brisa las acariciase.
Al contemplar a Senkaú, el hombre pareció agradablemente sorprendido, y al surgir una sonrisa de su rostro, el paisaje se ilumino aun mas.

- Buenas noches - dijo, a pesar de que el sol brillaba con fuerza en el cielo - Eres la primera visita que recibo desde que habito en este lugar - continuó mientras se alzaba, y comenzaba a caminar con serenidad hacia él - ¿Cuál es tu nombre?.
- Senkaú - respondió tímidamente el joven - ¿Dónde me encuentro?.
- Te encuentras en mi hogar - respondió el extraño - Permíteme que me presente; Mi nombre es Athlán.

Sin ser consciente aún, Senkaú se encontraba en Tagerboh, la tierra de los sueños. Pocos eran los que son conscientes de su existencia allí, pocos son los capaces de prolongar su estancia allí por un tiempo indefinido.
Senkaú permaneció en el hogar de su nuevo amigo durante un año, y durante aquel tiempo no sintió nostalgia de su hogar o sus padres, pues de alguna manera sabía que ellos tampoco lo extrañarían. En cierta manera, estaba viviendo un sueño, siendo solo consciente de ello en una pequeña parte. Su persona allí evolucionó de modo proporcional, pero aquello tan solo había el sueño de una única noche y, a pesar de que al despertar las experiencias vividas allí se le hacían muy reales, no representaron para el diferencia alguna con cualquier otro sueño.

Con el paso del tiempo, Senkaú volvió mas veces en sus sueños a aquel lugar y, cada noche, su estancia allí era mas duradera. Cada vez que volvía, conservaba mas conocimientos de los aprendidos allí, y aunque tan solo tenía ocho años, en sus sueños era ya un hombre de mas de treinta.

En aquel maravilloso lugar, Athlán le instruía en los misterios del misticismo. Le enseñaba a ver las cosas en su autentica forma, y como todas ellas estaban enlazadas a lugares lejanos, lugares a los que no se podía llegar por mucho que caminaras.
Le enseñó los idiomas que hablaban el fuego y la piedra, el aire y la oscuridad, así como a viajar con su mente hasta el lugar del que procedían. Le mostró el alma de todas las criaturas vivas y como comunicarse con ellas.
Senkaú siempre fue un alumno atento y dispuesto. Era consciente de que Athlán no le enseñaba todo lo que realmente sabía, pero el jamás pidió saber mas de lo que su maestro estaba dispuesto a enseñarle, pues aquello implicaría ir a lugares tenebrosos que el hombre no debería visitar. Lugares en los que Athlán había estado, y que le habían dejado marcas imborrables, y recuerdos dolorosos imposibles de mantener encerrados.

Así, el joven Senkaú maduró a una velocidad muy superior a de los demás jóvenes de la aldea, y mientras que los niños le ignoraban, algunos adultos le pedían consejo y ayuda, pues se había mostrado capaz de aliviar el dolor de aquellos que sufrían, y de sanar a aquellos afligidos por males menores.

Pero todo cambió cuando su madre enfermó de gravedad, pues al mirar el mal que la afectaba, Senkaú contempló algo que jamás debería ver un niño, pues sobre ella se cernía lo que a sus ojos parecía la muerte.

Aquella noche, Senkaú busco el consejo de su maestro, pero cuando el sueño le alcanzó, tan solo halló pesadillas en su búsqueda. Las pesadillas de su madre, pues tal era el dolor de esta, que aquellos mas cercanos a ella fueron participes de él.
Pero aquello era distinto para Senkaú, pues al contrario que para los demás, él era consciente de lo que sucedía, así como lo era la criatura que afligía a su madre.
Aquel ser no era la muerta, sino alguien que se alimentaba del dolor y el miedo, un kurbun. A los ojos de Senkaú se apareció como un gran lobo negro de afilados colmillos, y mirada fiera en sus ojos, rojos como la sangre, pues aquello era lo mas temible que podía concebir su joven mente.
A su alrededor no había nada. Ningún objeto con el que tratar de defenderse, ningún lugar en el que buscar cobijo.
La criatura se acercó a él con paso pausado, pues sabía que Senkaú era incapaz de moverse, y tras situar sus fauces junto a su cara, las abrió de par en par profiriendo un sonido que habría hecho encogerse de terror al mas curtido de los soldados, un sonido proveniente de las mas profundas simas de Namak.

Senkaú despertó temblando. Todo su cuerpo estaba helado. Su mirada estaba vidriosa y su boca estaba completamente abierta, a pesar de que su garganta era incapaz de proferir sonido alguno. Durante minutos estuvo inmóvil, tratando de gritar, tratando de desahogarse, hasta que finalmente, cerro sus ojos, y de estos comenzaron a brotar lagrimas de ira y dolor, a las que acompañó un tenue quejido.

No fue capaz de ir a ver a su madre en dos días, así como tampoco fue capaz de conciliar el sueño en ese tiempo.
Finalmente, cuando reunió fuerzas para hacerlo, miró mas allá de las apariencias, y nuevamente vio a la criatura, contemplando las heridas invisibles que sus fauces le causaban al alma de su postrada madre.
Aquello era mas de lo que su débil y cansada mente podía soportar, y nuevamente huyó. Corrió hasta que sus fuerzas no dieron mas de sí y cayó desfallecido en los bosques que rodeaban la aldea.

Allí durmió por primera vez en días, y aquel sueño le llevó de nuevo con Athlán.

- Ayúdame - le urgió desesperado el hombre que era en aquel lugar - ayúdame, por favor.
- Nada puedo hacer por ti - le respondió Athlán - No me pidas que regrese a ese mundo.
- ¿Porque? - preguntó, y en aquel momento, su forma volvió a ser la verdadera, la de un niño asustado - Tu podrías acabar con él. Lo se.
- El riesgo es demasiado alto - le respondió Athlán, mientras le abrazaba, y acercaba la cabeza del joven a su pecho - Ya perdí una vez todo lo que poseía en aquel lugar. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo en este - había tristeza y gran dolor en su voz.
- Nunca te he pedido nada - dijo Senkaú, mientras miraba con sus ojos inundados por las lagrimas a Athlán - Y nunca te volveré a pedir nada. Pero por favor, salva a mi madre.
- De acuerdo - dijo Athlán, tras un largo silencio - Iré.

Athlán apareció en el bosque, y contempló el cuerpo del dormido Senkaú. Le recordaba tanto al hijo que perdiera hacía ya tanto tiempo que no pudo evitar acariciar su cabello, y darle un beso de despedida en la frente, antes de partir hacia la aldea. Había tenido mucho tiempo para estudiar y recapacitar sobre el pasado.

- Esta vez será distinto - se dijo para si mismo y, con paso seguro comenzó su camino.

Al llegar a la aldea, su presencia despertó el recelo, pues no era normal ver extraños de paso por aquellas tierras. Pero ignorando a los campesinos, se dirigió hacia la casa de Senkaú.
La cortina que cubría el umbral de la puerta, hizo un suave sonido al ser descorrida, dejando a la vista de Athlán la vieja cama sobre la que estaba acostada una mujer cuya edad apenas rebasaba los veinte años, y a un hombre poco mayor que ella velando por el cuerpo de esta.
El hombre, al ver al extraño, hizo ademán de levantarse con expresión cansada y furiosa. Pero con un gesto de su mano, y un leve susurro, Athlán lo hizo dormir. No podía permitirse distracciones en la labor que se disponía a realizar.

- Hazte ver - dijo en una lengua que no debía ser escuchada por oídos humanos.
- Aquí estoy, oh Arcunsal - le respondió una voz inhumana.
- Así que eres tú - dijo Athlán - El destino me da la oportunidad de enmendar viejos errores.
- Nada tiene que ver la tejedora con esto - le replicó la criatura - Yo he sido quien ha tejido este tapiz.
- Hoy se acabara todo - sentenció Athlán - Ya sea con mi muerte, o la tuya.
- No es tu muerte lo que busco - replicó nuevamente la criatura - Sino tu vida.

Senkaú despertó en el bosque. Pero el sueño no había desvanecido el cansancio o el terror, sino que había añadido a estos una sensación de intranquilidad y urgencia.
Algo terrible había sucedido. Lo sabía.
Aún exhausto, corrió hacia la aldea. Su mente se veía asaltada por visiones de muerte y dolor. El único sonido que escuchaba eran sus pisadas y el latir acelerado de su corazón. El bosque parecía haber desaparecido, pasando a ser en un lugar sombrío. Tras cada árbol, imaginaba una sombra acechante, de ojos lobunos y fauces sedientas, a la espera de saltar sobre él. El cielo se torno rojizo, haciendo que su vista no fuera capaz de divisar colores que no fueran el negro o el carmesí.
El pánico trataba de apoderarse de él, pero continuó corriendo, aun temiendo que lo que encontraría en su destino seria mas terrible que lo que pudiera sucederle en aquel lugar. Corrió desesperado, solo para que hallar confirmados aquellos temores al llegar a la aldea.

Sentado sobre la pila de cadáveres había una persona. A pesar de que su aspecto era distinto al que había conocido hasta aquel entonces, reconoció en aquella persona a Athlán. Pero no era solo su aspecto lo que se había alterado, sino que también había algo en su mirada y su obscena sonrisa que le dijo que el cambio iba mas allá.
A sus pies se encontraban los cuerpos sin vida de lo que había sido hasta aquel momento su mundo. Restos destrozados de todo lo que conocía.
Sus rostros desencajados mostraban el dolor sufrido, y sus cuerpos habían sido forzados a adquirir poses antinaturales antes de que la vida los abandonara, pero ni siquiera la muerte parecía haber otorgado descanso a sus almas torturadas.
Deseó gritar, pero apenas quedaba aliento en su pecho. Deseó llorar, pero sus ojos ya no eran capaces de verter mas lagrimas. Deseó culpar a alguien, pero sabia que él había sido el causante de todo.

Senkaú por momentos ansiaba que el odio se apoderase de su cuerpo, correr hacia él y causarle el mismo dolor que estaba sufriendo, tan solo para, a continuación, sentir una imperiosa necesidad de huir. Pero su mente continuaba dominada por el terror, y su cuerpo se negaba a moverse.
Los ojos de Athlán le tenían apresado, y no podía apartar su mirada de ellos. Sabía que el sería el siguiente, y que cuando se cansara de alimentarse de su angustia, comenzaría el dolor físico. Sabía que viviría hasta que su cuerpo, su mente y su alma hubieran experimentado todas las clases de sufrimiento concebibles por la inhumana mente de aquel ser.
Incluso el mismo tiempo parecía haberse detenido. Hasta que, repentinamente, los ojos de Athlán cambiaron, volviendo a ser los que Senkaú recordaba, y la sonrisa de su rostro se tornó en agitación, dolor y angustia.

- Lo siento - dijo, mientras una lagrima resbalaba por su mejilla.

Con un gesto, Athlán convocó un portal, y se introdujo en él, dejando a Senkaú solo.
Sus sentidos parecieron adormilarse, mientras trataba de aceptar lo que había pasado. Pero el dolor y la culpa eran demasiado poderosos, y en el fondo de su ser se negaba a hacerlo. Solo le quedó el consuelo de gritar. Gritar para aliviar el dolor, gritar sin saber el porque, pues su mente destrozada se había cerrado a la razón.

Los días pasaron, pero Senkaú no se movió de aquel lugar. Su vida o su muerte carecían ya de sentido para él, al igual que todo lo que le rodeaba. La luz del sol daba paso a la oscuridad y el frío de la noche, pero nada parecía capaz de afectarle. Nada, hasta que una sombra distinta cubrió su figura.
Les llamaban Bakuren, destructores de almas. Sus vidas habían sido destruidas por los kurbun, o aquellos que los adoran, y su misión era la de perseguir y acabar con la existencia de los hijos de Baal. Su numero era escaso, y eran temidos, pues su presencia indicaba que una amenaza se cernía sobre aquel lugar.
El nombre al que respondía aquel hombre era el de Daival. Con sus enguantadas manos apoyadas sobre la parte delantera de la silla de montar, su rostro adusto contemplaba la pila de cuerpos sin mostrar sorpresa o compasión, pues muchas eran las escenas similares a aquella, que había visto desde que tomara aquel camino.
Vestía una pesada armadura que había visto tantas batallas como el, cubierta con una larga capa negra, cuya capucha se encontraba bajada. En su cintura, portaba dos dagas largas, sujeta a la silla de montar, una enorme ballesta y, recorriendo el lomo de su montura, se encontraba una gran espada.

- ¿Deseas venganza?, ¿retribución? - dijo, sin siquiera girar su rostro para mirar a Senkaú.

En aquel momento, algo despertó en la mente del joven. El dolor no había desaparecido, pero aquellas palabras hicieron surgir de nuevo deseos en él.

- Si - respondió - Venganza.

Durante quince años viajaron juntos, y jamás preguntó Daival el nombre al joven. Durante aquellos años se limito a llamarle “tú” o “muchacho”. Pero aquello no le importaba a Senkaú, pues su nombre había muerto junto con su pasado. El pasado, al igual que los recuerdos, le causaba dolor y, para acabar con aquel dolor sabia lo que tenía que hacer. Todas las noches, cada vez que cerraba los ojos, se le aparecía el rostro de Athlán. El ultimo vestigio de su pasado, el causante de su dolor, aquel que caería por su mano.

Jamás encontraría Senkaú dos hombres mas distintos, aunque en el fondo iguales, que aquellos que fueran sus maestros. Allí donde Athlán fue atento y permisivo, Daival era rudo y estricto.
La felicidad era algo ajeno a aquel hombre. El odio y la venganza era lo que le hacía levantar cada mañana, lo que impulsaba su camino. Un odio camuflado como dedicación, y unas ansias de venganza justificadas como un derecho divino. Jamás lo vería sonreír, o disfrutar de la compañía de otro que no fuera Senkaú, jamás le vería como a un ser humano, sino como a un instrumento de muerte.
La gente los rehuía cuando llegaban a las aldeas, y la milicia los vigilaba de cerca en las grandes ciudades, pero todo aquello parecía no afectar a Daival.
De él, Senkaú aprendió a matar. Matar a aquello que no puede morir, matar sin remordimientos. Aprendió de las jerarquías de Namak, de las debilidades, el poder y las necesidades de su enemigo.
Daival era un hombre amargado, y tan solo la dedicación a en su cometido parecía darle un sentido a su vida. Había tratado de borrar el pasado de su vida, aunque hubo momentos en los que Senkaú vio en sus ojos la misma mirada que percibiera por momentos en compañía de Athlán, una expresión que también vería en su mismo reflejo mas de una vez, la del dolor que provoca la pérdida. Tanto Athlán como Daival habían elegido huir del dolor, uno refugiándose en la falsa felicidad de un sueño, y el otro alejando de si cualquier emoción, diferenciándose cada día menos de aquello contra lo que luchaba.

De la misma manera que apareció, un día Daival se fue. No hubo despedida ni deseos de un futuro prospero.

- Adiós

Fue todo cuanto dijo, a lo que Senkaú respondió con un leve gesto de su cabeza, antes de que cada uno de ellos tomara caminos distintos. Sabía que muy probablemente no se volverían a ver, y aquel pensamiento tampoco le apenaba. Su maestro le había enseñado bien.

- Athlan - dijo para si en voz baja, mientras veía alejarse a Daival.

Ya era un Bakuren. Se engañaba a si mismo diciéndose que las emociones eran algo que había dejado atrás, que estaba por encima del miedo, que ya nada podía hacerle aquel a quien buscaba pero, para ser alguien por encima de las emociones, sus motivaciones no podían ser mas contradictorias, ya era el odio el que guiaba sus pasos.

Su búsqueda se prolongó a lo largo de tres años, pero no desesperó, pues había aprendido a no tener prisa. Durante aquel tiempo recorrió gran parte del mundo en pos de su perseguido, contemplando la estela de desolación que este había dejado a su paso. Lugares como el que fuera su hogar, cuerpos inertes de niños como lo fuera él, o adultos como aquellos en los que se podría haber convertido.
A todos ellos los miraba con la misma falsa frialdad, pero en todos ellos veía reflejado su rostro. La ira trataba de aflorar, pero era capaz de canalizarla en su camino, en lugar de dejar que esta le dominase.

Finalmente llegó el momento del enfrentamiento, y este fue largo y disputado. Con el tiempo, Senkaú había ido alcanzando el poder que poseyera en el mundo de los sueños, pese a que desde la ultima vez que estuviera allí con Athlán, no hubiera vuelto a soñar. Pero ni siquiera aquello junto a su condición como uno de los Bakuren, parecía darle muchas posibilidades ante alguien de la talla de Athlán.

Los ojos de Athlán eran tal como los recordaba de su ultimo encuentro y, al igual que en aquella ocasión, trataron de buscar en la mente de Senkaú aquello que él mas temía, pero en esta ocasión su búsqueda fue en vano, Senkaú ya nada temía. Aquel momento era el objetivo para el cual se había preparado, la culminación de su vida. Su existencia carecía de sentido mas allá de aquel combate. Su derrota habría sido un alivio, pues pondría fin al sufrimiento que había sido su vida, y con la victoria liberaría al mundo de aquella criatura que él había traído, esperando con ello apaciguar su conciencia.

No hubo palabras entre ambos, ni preámbulos antes de la batalla. Cualquier relación pasada que hubieran tenido había sido olvidada por ambas partes. Senkaú contemplaba a su antiguo maestro y amigo, de la misma manera que había examinado a aquellos que habían caído antes por su mano.
Ya no era un primerizo, y sus manos se habían manchado de sangre tantas veces que no era capaz de recordarlas todas. Acabar con las vidas de otros se había convertido ya en una rutina. Con el paso de los años se había convertido en un maestro tanto de la espada, como de las artes místicas. Pero aquella ocasión era especial.
Las emociones pugnaban por salir. La ira y el odio trataban de tomas el control de sus acciones, pero sabía que permitir tal cosa sería un error fatal.
Athlán le sometía a una serie sistemática de ataques sin apenas dejarle pensar, pero Senkaú no se limitaba a defenderse, sino que devolvía las agresiones con la misma fiereza que su rival. El asalto tenia lugar en todos los ámbitos imaginables, mientras la velocidad y dureza de estos iba en aumento con cada nueva intentona.

Un aura de poder rodeaba ambas figuras inmóviles, mientras sus rostros reflejaban la intensidad del enfrentamiento. En sus ojos se podían contemplar sus cuerpos astrales, adoptando constantemente formas increíbles, mientras combatían en mil y una dimensiones reales e imaginarias.
En aquellos lugares ya no eran ellos mismos, sino criaturas colosales de tiempos remotos, cuyos golpes devastaban lo que les rodeaba. Sus armas eran soles y estrellas que se arrojaban el uno al otro como si se tratara de guijarros.
Cuando aquellos parajes quedaban ya devastados por el conflicto, asumieron la forma de bestias míticas, y el combate se volvió físico. Athlán tomó la apariencia de Fagarum, el gran lobo que devoró la luna en las leyendas de los Saultán, mientras que Senkaú se transformaba en Mayalkur, el hombre-monstruo alado de los mitos Quendou.
Así combatieron por eran, colmillos contra garras, desgarrando sus formas incorpóreas, hasta que nada quedó de ellas.

La consciencia regresó a los ojos de los combatientes, dando comienzo entonces el duelo de arcanos. Ambos estaban exhaustos, pero ninguno deseaba dar descanso al otro.
La noche sobrevino antinaturalmente sobre aquel lugar, cuando los adversarios comenzaron a ordenar a los elementos. Una repentina tormenta arreció sobre ellos, mientras ambos trataban de dominar la furia del viento y el agua a su favor.
Los rayos eran dirigidos contra ambos, pero se veían detenidos por sus auras antes de que pudieran impactar sobre ellos. Al mismo tiempo, pequeñas grietas aparecían alrededor de ambos, abiertas entre los mundos por uno, y cerradas por otro, tratando de dejar paso a la llegada del fuego desde un lugar en el que es algo vivo.
Sus manos realizaban gestos precisos, mientras poderosas y antiguas palabras eran pronunciadas por sus gargantas.
Finalmente, Athlán invocó la fuerza de Namak, la misma esencia de la destrucción, reuniendo en un último y devastador ataque los vestigios finales de su poder, obligando con ello a Senkaú a reunir los fragmentos restantes de sus energías para evitar caer fulminado ante aquel ataque.

Sus auras menguaron hasta ser imperceptibles, habían agotado todos lo medios a su disposición para acabar el uno con el otro, dejando a su alrededor una devastación de la que aquel lugar jamás se repondría.
Agotado, al borde del desfallecimiento, Senkaú desenvainó su espada, y lanzando un grito nacido de lo mas profundo de su ser, se lanzo hacia Athlán. Ya nada quedaba del hombre, pues en aquel momento la ira era lo que guiaba su cuerpo.
Repentinamente, la expresión de Athlán cambió, siendo sustituida su frialdad por la agitación de una temible lucha interna.
Senkaú incrusto su espada en el pecho de su rival sin que este opusiera resistencia alguna.
No hubieron palabras ni gritos de dolor. Athlán se limito a sonreír. Sonreír como aquel que encuentra el descanso que creyó imposible tras una vida de torturas, una sonrisa que no asomaría al rostro de Senkaú, pues solo en aquel momento comprendió la situación de su maestro en su totalidad.
Athlán debía morir por su mano, pues de hacerlo por algún otro medio, su cuerpo habría muerto, dejando de nuevo libre a la criatura que le había poseído. Libre para destruir a otros como Athlán.
Senkaú era un Bakuren, un destructor de almas. Aquel que perecía por su mano, no solo perdía su vida, sino que también le era negada una vida mas allá de esta.
Athlán había esperado, reuniendo fuerzas para tomar brevemente el control de su cuerpo en aquel momento, el momento en el que su alma seria destruida junto a la de su odiado captor.
Con su ultima mirada, Athlán, aquel a quien Senkaú conociera en el mundo de los sueños, le entregó no solo su vida, sino también su memoria, así como el agradecimiento por haber sido él quien finalizara con su tormento.

- Se acabo - se dijo Senkaú - por fin todo ha terminado.

Durante toda su vida adulta había perseguido un único objetivo. Pero el haberlo logrado dejó un gran vació en su interior. Nunca se había planteado un mañana mas allá de aquel día. Se había convertido en un ser solitario y huraño, lleno de resentimiento, a quien le desagradaba la compañía de la gente.

Durante meses vagó perdido, aturdido aun por su nueva situación. El odio había desaparecido, aunque el dolor, a pesar de haber sido atenuado, permanecía en su interior. Poco a poco su mente se fue acostumbrando a su nueva vida. La búsqueda había cesado, y no deseaba continuar con su labor como Bakuren.

Pero había costumbres difíciles de perder, y continuó vagando, pues no se sentía cómodo permaneciendo mas de unos pocos días en el mismo lugar. Escudriñaba bajo la apariencia de la gente, buscando secretos oscuros y mentiras veladas. Ya no confiaba en la gente, y esta le temía y evitaba pues, a pesar de no desearlo, continuaba siendo uno de los destructores de almas.

De esta manera, su vagar le llevó hasta la pequeña ciudad de Safal. Sus habitantes la llamaban así, ciudad, pero el resto del mundo decía que era un pueblo con ínfulas de grandeza. A pesar de no se encontrarse cerca de ninguna ruta comercial transitada, no era extraño que llegaran visitantes, pues se decía que quien descansaba en su posada de mas renombre, Tágalum, al abandonarla había sido liberado de casi cualquiera de sus dolencias.
A raíz de aquello, la aldea había ido creciendo, y el negocio mas floreciente era el de las posadas de hospedaje para aquellos que esperaban plaza en el Tágalum.

Senkaú llegó hasta aquel lugar por mera casualidad. Su desconfianza le había mantenido alejado de falsos paraísos como aquel pues, muchos eran los lugares que se decía que poseían capacidades purificadoras, y muchos los que habían sido los engañados por tales cuentos.
Llegó hasta allí bien entrada la noche. Las luces de la ciudad apenas iluminaban la amplia calle central, dejando amplias zonas sumidas en la penumbra. Las calles, casi desiertas a aquellas horas, estaban pobladas tan solo por las patrullas de la milicia, así como por algún que otro pobre hombre que se había arruinado buscando la prometida curación de aquel lugar.
De las sombras de una callejuela, surgió una figura femenina. Paseaba vestida con unas ropas ligeras, que se movían, al igual que su largo cabello negro, por los vientos nocturnos. Caminaba con tranquilidad, como si el frío no la afectara. Al pasar junto a Senkaú, giró su cabeza hacia él, y una sonrisa serena iluminó su pálido rostro a modo de saludo. No se detuvo ni aminoro su paso, sino que continuó caminando hasta desaparecer de nuevo en las sombras de otro callejón.
Apenas llego a ver su rostro unos segundos, pero este permaneció en su mente durante todo el día siguiente, aquello era algo completamente nuevo para él. Algo había despertado en su interior, algo que jamás había sentido.
Aquella noche salió a pasear y, se notó ansioso, nervioso ante la posibilidad de que aquella mujer volviera a cruzarse en su camino. Se decía a si mismo, y era cierto, que el cobijo de la noche era de su agrado, que el sueño hacia ya mucho tiempo que no le proporcionaba descanso. Pero aquella noche no paseaba para evitar el sueño, aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, había un deseo en él, un deseo distinto a la venganza.
La noche era fría, al igual que la anterior. El viento golpeaba el curtido rostro de Senkaú, pero él parecía ajeno a todo aquello distinto de su nueva misión.

- ¿Por qué hago esto? - se preguntó - Ni se quien es esa mujer.

Su mente elucubraba las mas disparatadas teorías. ¿Estaría bajo el influjo de algún hechizo?¿que diferenciaba a aquella mujer de las cualquier otra que hubiera visto con antelación?. Durante su preparación junto a Daival, este le había hablado de las Karesh, una de las castas de los kurbun, capaces con su sola presencia de dominar a cualquier criatura, ¿Sería una de ellas?.
Agitó su cabeza para deshacerse de aquellos pensamientos y continuó caminando. Nuevamente los hábitos adquiridos trataban de dominar sus acciones, pero solo pensar en el rostro de aquella mujer hacía que los pensamientos se le aclarasen. Nada malo podía surgir de un ser capaz de sonreír de aquella manera.

- Veo que os gusta caminar en la noche - le dijo una voz femenina, sacándolo de sus elucubraciones.

Senkaú alzó el rostro, para contemplar la visión que había estado esperando ver durante todo el día. Ella estaba allí, delante de él, sonriéndole como solo los dioses deberían ser capaces de hacer.

- Nos cruzamos ayer cerca de aquí - su voz sonaba como la obra maestra de un artesano siendo tocada por un virtuoso.

- Así es, lo recuerdo - fue toco cuanto fue capaz de articular Senkaú.

- No sois de por aquí, ¿verdad? - preguntó ella.

- No - respondió un dubitativo Senkaú.

- Pues si mañana continuáis en la ciudad, quizás no veamos - finalizó ella y, sin dejar de sonreír, continuó su camino.

Durante las siguientes noches, se repitieron los encuentros fingidamente fortuitos por ambas partes, alargándose con cada nueva reunión las conversaciones. Así, escasas noches después de su primer encuentro, Senkaú supo finalmente que su interlocutora no era otra que la Dama Talashi, la propietaria del Tágalum.
Al día siguiente visitó por primera vez aquel lugar. El salón principal poseía grandes ventanales acristalados con vidrieras de variados y vivos colores. Cada una de estas cristaleras contaba una historia. Aquellas que iluminaban la barra, narraba gestas heroicas en las que se podían ver a guerreros míticos combatiendo contra criaturas venidas de simas insondables, mientras que las situadas en los reservados mostraban retratos de rostros y figuras hermosas rodeadas por bajorrelieves de joyas imposibles formadas a partir de la unión de flores y piedras preciosas.
La luz teñida de color procedente de los ventanales, iluminaba la gran alfombra situada en el centro de la sala, y era absorbida por la piedra del suelo en las zonas en las que no estaba cubiertas. Toda la sala era una enorme mosaico fabricado en un mineral de color negro con vetas carmesí, tanto el suelo, como las paredes interiores del edificio, recubiertas en gran medida por hermosos tapices, y la base de la barra, coronada esta por una robusta encimera de mármol negro.
En el fondo, a la derecha de la barra, se encontraba una amplia escalera que subía hacia las habitaciones. Todo su recorrido central estaba vestido por una hermosa alfombra, que se descendía hasta unirse a aquella que presidía la sala.
En el interior, personas de todos los estratos sociales compartían mesa o bebida, mientras conversaban animadamente sobre los asuntos mas dispares.
Senkaú jamás había estado en un lugar como aquel, tan repleto de lujo y, por un momento dudó antes de entrar, pues se sentía fuera de lugar ante tanta belleza. Le desagradaba la sensación de verse rodeado por tanta gente, su único deseo era estar con la mujer que con su sola presencia eclipsaba cualquiera de las maravillas de las que estaba rodeada.
Talashi descendía por las escaleras cuando lo vio. Su vestimenta nada tenía que ver aquellas que la arropaban cuando se había encontrado con Senkaú, pues en aquel lugar vestía ropas ostentosas de recargado diseño, y colores que parecían fundirse con el mosaico del suelo y paredes, mientras que su rostro se veía oculto bajo un intrincado dibujo de hipnóticas líneas que acentuaban la deliciosa simetría de su rostro.
Su caminar sobrio y acompasado, se hizo mas rápido, aunque sin perder un ápice de su elegancia cuando sus miradas se cruzaron, mientras emergía en sus rostro aquella sonrisa que Senkaú conocía tan bien.

- ¿Que es lo que os trae hasta esta humilde casa? - preguntó tras llega hasta él.
- He oído que no puedes abandonar esta ciudad sin haber visitado este establecimiento - respondió él.
- ¿Acaso partís? - preguntó de nuevo, mientras la sonrisa se desvanecía de su rostro.
- Partiré en breve - respondió él - No hay mucho trabajo aquí para alguien como yo.
- Podéis trabajar aquí - dijo ella - Creo que podría convencer al propietario.
- Mucho me temo que el trato con la gente no se encuentra entre mis capacidades - respondió él.
- Podéis ocuparos de las monturas - dijo ella, con una suplica en su mirada y una sonrisa forzada en su rostro - Es muy probable que tengan una conversación mas interesante que la de sus dueños.
- ¿Me habríais ofrecido este trabajo, si no os hubiera dicho mis intenciones? - preguntó Senkaú.
- Sabéis que no - respondió ella secamente.
- En ese caso - continuó Senkaú - No me queda mas remedio que aceptar vuestra oferta.

El trabajo era duro, pero no le desagradaba, ya que desde que abandonara el camino de las armas, se había visto obligado a ganarse la vida en labores mucho mas desagradables que aquella.
Algunos días, la dama Talashi le acompañaba mientras comía en los establos y, al anochecer, cuanto todo el mundo se había acostado, salían a pasear por la ciudad los dos solos. Caminaban durante horas sin otra ocupación que no fuera el conversar, y Senkaú jamás conocería mayor felicidad que aquella.
Ambos guardaban secretos, y eran conscientes de ellos, recuerdos de sus pasados que no les habían marcado, que no deseaban rememorar El pasado se hacía muy lejano, así como el dolor.
Los días transcurrían placidamente, y aquella amistad se fue tornando en lo que ambos deseaban. Las noches en vela ya no eran una carga para Senkaú, pues las llenaba contemplando el rostro de Talashi tendida a su lado, y el amanecer siempre llegaba hasta su habitación antes de que el sol se alzara, cuando sus miradas se cruzaban al abrir ella sus ojos.

- Desearía que esto durase eternamente - dijo Senkaú una noche.
- Si ese es tu deseo - le respondió ella - yo puedo concedértelo.

Una sonrisa asomó en el rostro de Senkaú, mientras su cabeza descendía para besar a Talashi. Ella poso su mano suavemente sobre su pecho mientras respondía a su afecto. Estaba fría, como siempre, al igual que sus labios, pero en aquella ocasión había algo extraño en su tacto, pues era un frío que parecía congelarle el alma. Un violento espasmo sacudió su cuerpo mientras todo su ser era recorrido por un dolor tan agudo que le hizo perder la consciencia.

Senkaú recobró el conocimiento sintiéndose extraño. A pesar de encontrarse desnudo no sentía frío, como tampoco sentía el roce de las sabanas sobre su piel. Miró a su alrededor, no había luz a su alrededor, y las contraventanas estaban cerradas, pero, a pesar de ello, podía percibir todos los detalles de lo que le rodeaba. La habitación era la misma en la que se había desvanecido, pero había algo distinto, no estaba ella.
Saltó de la cama, sin sentir el tacto del suelo en sus pies, asimismo, se sentía mas ligero, casi como si flotara. A su alrededor, escuchaba voces provenientes de las esquinas sombrías, voces de lugares en los que no había nadie.
La ira le invadió, impidiéndole pensar con claridad. Había vuelto a suceder, había confiado en alguien, y de nuevo le habían traicionado.
Como poseído, rebuscó entre sus cosas hasta encontrar el atillo en el que había envuelto su espada hacía ya tanto tiempo y, con ella en la mano, salio a la calle.
Ella estaba allí, paseando nerviosamente en el lugar en el que se conocieron. Su rostro mostraba dudas y preocupación, pero aquello no le importaba a Senkaú, tenía que pagar por su traición.
Talashi lo vio acercarse, y comenzó a hablarle, pero la ira nublaba los sentidos de Senkaú, y nada de lo que hubiera podido decir habría detenido su mano. Sin vacilación en su rostro o en su mano, hundió su espada en el pecho de Talashi.

- Solo quise compartir la eternidad contigo - fueron sus ultimas palabras entrecortadas, mientras las lagrimas resbalaban por su rostro.

La cordura regresó a Senkaú en aquel momento, a tiempo para escuchar las palabras de su amada, y saber que estas eran sinceras.
Extrajo la espada de su vaina sin vida, mientras trataba inútilmente de cerrar la herida. El era un Bakuren, aquel que moría por su mano jamás podría volver. Con aquel acto se había negado a si mismo la posibilidad de que sus almas pudieran volver a unirse en otra vida o en el mas allá.
Senkaú permaneció allí, abrazado a su cuerpo inerte durante horas hasta que llegaron las primeras luces del amanecer y, con ellas, un nuevo dolor.
Talashi era una Yunraêh, un humano tocado por los jonudi, los señores de la oscuridad. Le había sido robada una parte de su alma, concediéndole la inmortalidad, pero asimismo la necesidad de llenar aquel hueco con las almas de otros seres vivos. Pero ella había elegido no quitar vidas, sino convertir aquella maldición en un don, pues se alimentaba de las partes heridas de las almas de otros, trayéndoles con ello alivio.
Ella había compartido con Senkaú aquel don, pero compartiendo también con ello su maldición, pues cualquier luz les provocaba dolor.
Podrían haber vivido juntos durante toda la eternidad. Senkaú tendría toda la eternidad para lamentar aquel crimen que había cometido.
La idea de una vida sin ella era mas de lo que podía soportar su mente, por lo que se quedo allí, inmóvil, esperando que la luz del sol en todo su fulgor acabara con su existencia. Pero la luz tan solo le trajo mas dolor y no el descanso que ansiaba.
Como uno de los Bakuren, había servido y abandonado a Yago, y los dioses no olvidan a aquellos que los ofenden, por ello aquel hombre maldito quedo condenado a no encontrar el descanso en la muerte.

- Talashi murió en este mismo lugar, el lugar en el que la conociera Senkaú, el lugar en el que mucho tiempo después crecería este árbol - finalizó el extraño.

- ¿Y que fue de ti?, Senkaú - pregunto Reyda
- Senkaú murió junto a Talashi - respondió el extraño - Mi nombre es Kuunsej, mi nombre es dolor, pues ese es mi camino y mi legado. Mis víctimas me llaman verdugo, y sus familias, asesino. Morir es mi deseo, y vivir mi condena.

arcanus

Sueños

Sueños

- Ha muerto - dijo el doctor.

En la habitación reinaba el silencio. Los dos hombres situados junto a la cama miraban el rostro de la difunta con una mezcla de tristeza y descanso.

- ¿Ha sufrido? - preguntó Udul.
- No - respondió el doctor - Murió mientras dormía.
- Quizás ahora se reúna con mi padre - dijo Udul, mientras acariciaba con suavidad el rostro de su madre - Desde su muerte, no volvió a ser la misma.
- Vuestro padre fue un gran hombre - dijo el doctor - Además de un gran estadista y soldado.
- Lo se - dijo Udul, volviéndose hacia el doctor, su rostro demacrado, mostraba las escasas horas de sueño en los últimos días - Su sombra sigue siendo muy alargada, aun en estos días y, muchos me siguen considerando indigno de su legado. Incluso yo dudo en llegar algún día a ser digno de él.
- No os juzguéis tan duramente - trató de consolarle el doctor - Mañana, tras haber descansado, veréis las cosas con otra luz.
- Mi madre fue el mas importante de mis apoyos durante mi mandato - dijo Udul - Era a ella a quien quería el pueblo.

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Nació en una familia humilde. Granjeros de manos áridas como la tierra que labraban. Su vida era el trabajo diario, pero tampoco se quejaban, ya que no conocían nada mas.
La llamaron Alura “hija del campo”, pues su piel era del color de la tierra les proporcionaba sus alimentos, y sus cabellos rubios como el trigo que crecía de ella.
Su infancia fue feliz, pues vivió en un hogar en el que fue querida y, en el que nada le faltó. El señor de aquellas tierras era un hombre duro, pero justo, no pidiendo nunca en exceso, y protegiendo siempre a sus siervos de cualquier peligro externo.
Jamás conocería Alura la tristeza ni el hambre, el odio o la codicia, pues sus padres eran gente honrada y trabajadora, y le enseñaron a apreciar las cosas que realmente importaban en la vida.

En este ambiente creció Alura y, aquello era todo cuanto quería, pues fue allí, en aquella misma aldea, donde conocería a aquel que llegaría a ser su esposo, Tennasul.
Ambos eran jóvenes cuando se conocieron, y jóvenes eran cuando se enamoraron, pues el amor les llegó sin aviso alguno, y ellos lo aceptaron gustosos.

Durante largos años trabajaron juntos la tierra que les daba alimentos, tanto a ellos, como al hijo que concibieron. Jamás tuvieron queja alguna, pues con la llegada de aquel fruto de su afecto, su dicha era ya completa.

Pero aquel día, algo raro le aconteció a Alura. Mientras caminaba hacia su casa, tras haber finalizado sus labores en el campo, un repentino dolor la asaltó y, una vez que este desapareciera, se sintió extraña. Así, una vez llegó hasta su hogar, se sentó a esperar a su marido, para compartir con aquel las sensaciones que habían despertado en ella.
No se demoró en llegar a casa el buen Tennasul, para encontrar a su esposa sentada frente a la mesa, con su rostro afligido por la preocupación.

- ¿Que es lo que te sucede? - preguntó Tennasul.

Alura alzó la vista hacia su esposo, con la esperanza de que, al contemplar el rostro de aquel a quien mas amaba, mitigara su dolor y sus dudas. Sus rostro, curtido por el sol, era aquel que recordaba, pero había en el algo distinto.

- No eres el, ¿no es así? - dijo Alura.
- No - respondió Tennasul, con el dolor y tristeza reflejados en su rostro.

Habiendo dicho esto, su figura comenzó a desdibujarse ante los ojos de Alura, sin que esta fuera capaz de hacer nada. Por alguna extraña razón, sabía que aquel no era su esposo pero, en su interior, algo moría mientras aquel hombre con quien tanto había compartido se desvanecía.
Incapaz de reaccionar, continuó sentada, poseída aun por aquella intranquilidad, pues sabía que aquel ser a quien había dado a luz, tampoco era su hijo.
Sentada espero, mientras la vela que iluminaba la habitación se consumía lentamente, hasta que supo que su hijo ya no vendría. En aquel momento, las lagrimas comenzaron a brotar de sus ojos, y el llanto trató de aliviar su dolor.

La vela finalmente se consumió completamente y, fue entonces cuando alguien golpeó la puerta suavemente.
Alura, tras secar las lagrimas que humedecían su rostro, se levantó y, con paso calmado se dirigió hacia la puerta.

- ¿Quién es? - preguntó.
- Un amigo - respondió una voz masculina al otro lado.

Alura tomó el cerrojo de la puerta, dispuesta a abrirla, pero ante su asombro, tanto la puerta, como su casa, desaparecieron, dejándola flotando en una vasta extensión de espacio blanco y, frente a ella, se encontraba un hombre. Su aspecto no era especialmente llamativo es mas, su rostro se le hacia de lo mas anodino, como el de cualquier persona con la que se podría haber cruzado en un camino, y a la que no habría prestado la menor atención para, poco después, olvidarse de ella. Vestía ropajes de caminante, aunque no parecían gastadas ni sucias.

- ¿Quién eres? - preguntó Alura - ¿Dónde me encuentro?-
- Yo soy Kozûl - respondió el extraño - Y os encontráis en mis dominios, en Dayashu, El jardín eterno. La tierra de los sueños.
- No lo entiendo - dijo Alura - No recuerdo haberme dormido - su mente entonces se vio asaltada por una avalancha de recuerdos. Recuerdos de otra vida, recuerdos de su autentica vida. Bajó la mirada para verse a si misma, y sus manos se le hicieron extrañas. Con ellas palpó su rostro e igualmente lo encontró extraño, pues no encontró arrugas en el.
- Esta no soy yo - dijo - Este no es mi cuerpo.
- Esta es la que hubierais deseado ser - respondió Kozûl a la pregunta no formulada.
- Al despertar ¿recordaré algo de esto? - preguntó Alura.
- No despertareis - le respondió Kozûl, tras un breve silencio.
- ¿Como es posible tal cosa? - preguntó nuevamente Alura - Debo volver con los míos, debo regresar con mi hijo.
- No podéis regresar - dijo Kozûl - pues no estáis viva.
- Si he muerto - dijo Alura, sabiendo que lo que aquel hombre le decía era cierto, al tiempo que se sorprendía a si misma con la facilidad con la que había asumido aquella situación - ¿Por qué estoy aquí?.
- El final os alcanzó mientras dormías - le respondió Kozûl - En aquel momento vuestra alma ya se encontraba en mis dominios y, es por ello, que aquí permanece, pues en este lugar soy todopoderoso, a este lugar, ni siquiera la muerte puede llegar si no es con mi permiso.
- En ese caso - dijo nuevamente Alura - ¿Estoy condenada a permanecer aquí durante toda la eternidad?.
- Esto no es una condena - le respondió Kozûl - El vuestro es un sueño hermoso, uno de aquellos que hacen que este lugar tenga sentido. Tenéis la oportunidad de hacer que sea imperecedero, la posibilidad de continuar con el, creando el mundo en el que os hubiera gustado vivir.
- ¿Se encuentra en tu reino mi esposo? - preguntó Alura.
- No - respondió Kozûl - Vuestro esposo murió en la batalla. Su alma viajó hasta Ilwarath, la tierra de los muertos, donde tomo un nuevo cuerpo, así como una nueva vida.
- Si permanezco aquí, ¿volvería a verle? - preguntó Alura.
- No - respondió nuevamente Kozûl.
- Entonces no deseo permanecer en este lugar - dijo Alura.
- Si elegís morir, para luego renacer - dijo Kozûl - pueden transcurrir largas vidas antes de que os vierais de nuevo, podría llegar a ser que alguna de vuestras almas fuera destruida antes de que eso llegara a suceder. Por el contrario, si permaneces aquí, crearíais un mundo en el que ser feliz, un mundo donde jamás conoceríais el dolor.
- Pero ese mundo sería una mentira - dijo Alura - Prefiero la posibilidad de un centenar de infelicidades reales, a la certeza de una felicidad falsa.
- Si tal es vuestro deseo, señora mía, podéis partir de inmediato - dijo Kozûl - Pero vuestro sueño permanecerá aquí, esperándoos. Pues algo tan bello no debería desaparecer jamás.

arcanus

Nada

Nada

He visto el fin de todas las cosas.
La muerte de el ultimo ser vivo. La desaparición del destructor.
He visto que había más allá de ese momento.
Y he visto la nada.
Pero ¿Cómo se puede contemplar la no existencia?
La han descrito como la total oscuridad, o como una blancura de brillo cegador.
Pero todos se equivocan, pues la nada carece de color, carece de cualquier característica que pueda ser definida.
La nada no es silencio, no es sonido.
Su contacto no es gélido, no es abrasador. Es una aterradora falta de sensaciones.
¿Cómo se puede temer lo que no existe?
Mi mente trató de imponerse, de luchar contra la no consciencia. Pero no había nada contra lo que luchar. Traté de apartar la vista, pero la nada me rodeaba.
¿Cómo puede ser infinito algo que no existe?

Finalmente, regresé a mi yo.
La visión de mi habitación se me hacía abrumadora.
El silencio que me rodeaba era atronador.
El roce de mis ropas doloroso.
La comprensión y aceptación de mi existencia, algo extraño.

Por un tiempo, fingí no haber experimentado la nada.
Pero no tardó en llegar el anhelo.
La nada se había introducido en mí, y crecía lentamente.
¿Cómo se puede anhelar lo que no se ha tenido?
¿Cómo puede crecer lo que carece de forma, lo que no ocupa espacio?

No sentía nada extraño, pero sabía que habitaba en mi interior.
El terror se apoderó de mí. Pero no tenía a quien acudir. A quien pedir ayuda.
Es por eso que comencé a escribir estas palabras. Un último legado, una advertencia.
Mis momentos estaban contados.
Mientras escribo esto, me pregunto.
¿Tendrá consecuencias mi desaparición? ¿Mi paso a la no existencia?.
¿Desaparecería solo mi persona, o conmigo se iría todo vestigio de mi paso por este mundo?
¿Sería recordado tras mi marcha, o las vivencias compartidas desaparecerían de las mentes de aquellos a los que conocí?
¿Permanecerán estos textos, o me acompañaran en mi transformación?

El conocimiento no tardó en llegar, y con el la aceptación.
No era la nada la que me llamaba. Era yo quien regresaba a su regazo.
Con la comprensión, finalizaron las dudas.
Desaparecieron el temor y las sensaciones.
Desapareció el deseo.
Solo quedo…

Nada

arcanus

Arcanus

Arcanus

Nació en un día cualquiera. En un barrio anónimo de una ciudad ya olvidada.
Las estrellas no presagiaron su llegada, ni los dioses supieron de ella.
Serían tan sólo sus acciones quienes le otorgasen el poder
Serían tan sólo sus actos quienes provocasen su caída.

arcanus
Nombre del Libro
Arcanus